Icónica imagen la del entonces desconocido Hugo Chávez, la del caudillo “asomado al abismo”: la boina roja calada, el uniforme de campaña empapado en sudor, el agotamiento reflejado en su rostro mulato después de horas de combate. Soldado de estirpe revolucionaria, como Bolívar, Sucre y San Martín, Chávez había ingresado Fuerte Tiuna con un bate de béisbol y salido de ahí, hecho y derecho, con un fusil al hombro, el que le regalaría luego a Fidel y con el que esa noche había intentado derrocar a Pérez.
El intento de golpe de Chávez no fue tanto una reacción al mal gobierno de Pérez, que bien merecido lo tenía, como la primera acción revolucionaria bolivariana. A las bravas porque entonces no había otra forma, los rebeldes no buscaban un cambio de gobierno sino un cambio de régimen: su revolución era puramente socialista; no socialista por mera oposición al neoliberalismo que entonces rampaba en Venezuela sino socialista a partir de bases científicas, de doctrina. En una Latinoamérica donde cualquier fantoche con una camiseta del Che se las daba de marxista-leninista la congruencia ideológica del MBR-200 era una rareza.
Socialista monolítico, quien, según, “no bailaba con ninguna muchacha hasta que esta se definiera ideológicamente”, Chávez reclamaba que quien no tuviera conciencia del deber social, quien no fuera capaz de desprenderse del egoísmo que le impone la sociedad neoliberal, no era un verdadero socialista sino un patético rojo de salón, un Joaquín Sabina votante asiduo del PSOE. Sin la autoridad moral que sólo da la congruencia no se puede predicar la revolución; sin tal no se puede hablar de una democracia donde los ciudadanos sean realmente protagonistas de la res pública ni de una economía orientada inequívocamente al interés general ni del pueblo sabio que no sea más “instrumento ciego de su propia destrucción”, diría Bolívar.
Paradójicamente, la derrota militar catapultó a Chávez a los altares populares: en un país donde los políticos tradicionales solían hacer el Willie Mays, escurrir el bulto cuando debían responder por sus actos, por el expolio nacional, por el Caracazo, por el Gran Viraje que no había dejado más que ruinas, el teniente coronel aceptaba orgullosamente la pesada carga del motín, de su fracaso, sus muertos, sus encarcelados. No pasaría mucho tiempo antes de que el pueblo lo llevara a volandas a Miraflores; esta vez, por la vía pacífica.
El intento de golpe de febrero del 92 reavivó la llama revolucionaria en Latinoamérica, casi extinguida después del fin de la Guerra Fría. El chavismo, el socialismo según Chávez, caló hondo en las futuras generaciones latinoamericanas incendiando el continente entero: “La revolución no se lleva en la boca para vivir de ella sino en el alma para morir por ella”, decía el comandante, guiñándonos un ojo a los que la hacemos por estos rumbos.
El 4F, en fin, ¡valió la pena!
