Epílogo: Run, run...
A mediados de 1933, el general Smedley Butler expuso públicamente la existencia de una conspiración para derrocar al recientemente electo Franklin D. Roosevelt. El James Mattis de su generación, el militar más condecorado en la historia de Estados Unidos, testificó bajo juramento ante el Comité McCormarck-Dickstein que ciertos personajes cuyos intereses habían sido perjudicados por las políticas populistas del presidente le habían propuesto encabezar un golpe de Estado que conduciría a la instauración de un régimen ‘fascistoide’ ilegal respaldado por las grandes fortunas nacionales. (Business plot).
Además de su enorme popularidad, no imagino qué otras cualidades observaron aquellos ‘fifíes’ en un militar de tan arraigadas convicciones anticapitalistas como Butler para meterlo en su ajo. Al autor de La Guerra es un latrocinio (1935), best-seller donde denunciaba la utilización de las fuerzas armadas en beneficio de Wall Street, podía vérsele lo ‘chivato’ desde West Chester. Ya retirado, lamentaría haber participado de esa farsa, haber sido “solo un gángster del capitalismo; un matón al servicio de banqueros, empresarios y políticos”. Desde su altísimo asiento moral, reflexionaría: “La bandera siempre sigue al dólar y los soldados, a la bandera”.
Desde que los muchachos del Lt. O'Bannon desembarcaron en Derna y clavaron en su playa la bandera de las barras y las estrellas, los estadounidenses no han ido a la guerra con otro afán que el de hacer negocios; nunca, empero, tan descaradamente como en las últimas dos décadas. Las guerras de Afganistán (2001-2021) e Iraq (2003-2011 y 2014-2021) fueron inútiles política y militarmente pero superlucrativas... para algunos. Las ganancias que generaron para las grandes compañías proveedoras de servicios de seguridad (Blackwater) o de ingeniería y construcción (Halliburton), o para las que conforman el complejo militar-industrial (Boeing, Lockheed Martin, General Dynamics) se contabilizan en TRILLONES DE DÓLARES (petrodólares, narcodólares) y las pérdidas, ay, en miles de vidas de soldados, carne de cañón.
Después de tanta sangre derramada sólo para que unos señores en Washington ganaran plata, la vergonzosa huida del Tío Sam de la tumba de imperios afgana, el verano pasado, parece haber fracturado la ya renqueante relación entre los civiles, cuyas malas decisiones han precipitado la decadencia de la superpotencia, y los militares, quienes, por supuesto, no están exentos de la polarización política y social que últimamente la convulsiona. El malestar inédito al interior de los cuarteles es de pronóstico reservado; el run, run que retumba en lo profundo de las barracas provoca escalofríos:
La llamada operación “Pinnapple Express”, llevada a cabo “behind Biden's back” por veteranos de guerra renegados que penetraron en una Kabul a punto de colapsar para evacuar a sus camaradas afganos, fue señal inequívoca de que efectivamente la cadena de mando cívico-militar está debilitada. Otras más inquietantes lo confirmarían; por ejemplo, que el jefe del Estado Mayor Conjunto escurra públicamente el bulto de las (pen)últimas derrotas en el campo de batalla al commander-in-chief, que un comandante de la Guardia Nacional desobedezca la orden presidencial de vacunar contra la COVID-19 a la tropa o que un centenar de generales en retiro autodenominados ‘Flag officers for America’ acusen de espurio al presidente.
Tales indicios dan mayor credibilidad, si cabe, a la muy comentada advertencia de un trío de prestigiosos generales respecto a la posibilidad de que en 2024, en el marco de otra elección presidencial controvertida, los militares abandonen su institucionalidad tradicional y conduzcan a la so called república excepcional al abismo.
