Domingo, 19 de Mayo del 2024
Jueves, 17 Febrero 2022 01:43

El infierno nuestro (Déjà vu)

El infierno nuestro (Déjà vu) Escrito Por :   Francisco Baeza Vega

El infierno es eso, repetición; es revivir el dolor, el sufrimiento, la desesperanza una y otra, y otra vez hasta que su violencia se haga costumbre.


 

Salí de la reunión que sostuvimos con Tomás Ángeles Dauahare con motivo del Día de la Lealtad, inquieto, con la idea taladrándome la cabeza de que llevamos años hablando de lo mismo solo para volver cada vez a donde empezamos; años, hablando de la Crisis del Estado mexicano, de la llamada Guerra contra el narcotráfico, de la violencia que nos desangra. Descorazonado, me vinieron a la memoria los dichos atemporales del exdirector de la DEA, Mike Vigil, quien con la caradura característica de los gringos rápidos y furiosos alguna vez nos espetó aquello de que nuestro pobre país ha adquirido “las proporciones del Inferno de Dante”.

 

El comentario de Vigil data de mediados de 2017; entonces, aquella guerra estaba entrando en su segunda década y Lord Peña, en el sexto año del sexenio, una zona gris del calendario político en la que el reacomodo de los poderes fácticos suele propiciar una mayor violencia (Krauze). Registrábamos por aquellas fechas cerca de dos mil asesinatos mensuales y decenas de miles de desplazados, y Reporteros sin fronteras acababa de publicar un diagnóstico demoledor sobre el país que consideraba “el más mortífero para los medios de comunicación en el mundo, después de Siria”.

 

Releyéndola, la acusación de Vigil no me parece tan grave; de hecho, hasta se me hace halagüeña. El infierno de Dante no es tan malo comparado con el infierno nuestro. La diferencia fundamental, observo, es que mientras aquel experimenta una violencia extrema pero ordenada, sujeta a la voluntad de un incongruente dios que podría anularla si no estuviera tan ocupado combatiendo el hambre en África, este experimenta una violencia extrema y caótica, ajena al Estado, cuya debilidad institucional le impide, siquiera, aminorarla.

 

(“Dime, maestro: los que están en la laguna cenagosa, los que agita el viento y los que chocan entre sí dando tremendos alaridos ¿por qué no son lanzados juntos al fuego si todos han provocado la cólera de Dios?”)

 

En su anarquía, el infierno de por aquí cerquita carece de la justicia del otro. Quienes habitamos este antro donde pagan justos por pecadores seguramente envidiemos a los de aquel donde cada quien recibe su merecido, pienso; contando diariamente para la estadística en forma de daños colaterales a niñas utilizadas con los peores fines, a empresarios que eligieron no dejarse extorsionar o a migrantes maltratados en herrumbrosas cajas de camiones quizá prefiramos pasar la eternidad allá donde las aguas bermellonas que ahogan a los asesinos no nutren a los árboles de los que cuelgan los suicidas ni a estos les salpica el fuego que quema a los logreros del siguiente recinto.

 

(“¿Acaso no te acuerdas de la Ética[, de Aristóteles], en la que se trata de las inclinaciones que Dios reprueba y de qué modo una le ofende menos que otra y, en consecuencia, merece menor censura?”)

 

No es el horror, sin embargo, sino el aburrimiento lo que finalmente me desalienta de pasar una temporada en la ciudad de Dite, la infatigable Nueva York de los avernos; aunque también podría cogerle el gusto a la rutina, supongo. Preguntarle si no, a Sísifo quien después de una eternidad arrastrando la piedra montaña arriba, hasta donde sabemos, todavía no se arroja desde su cima.

 

El infierno es eso, repetición; es revivir el dolor, el sufrimiento, la desesperanza una y otra, y otra vez hasta que su violencia se haga costumbre.

 

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