Domingo, 19 de Mayo del 2024
Martes, 22 Febrero 2022 01:36

La nueva gran guerra patriótica de Rusia

La nueva gran guerra patriótica de Rusia Escrito Por :   Francisco Baeza Vega

El deseo de quien enseguida se revelaría como pretendiente a zar de todas las Rusias no era otro sino reconstruir la Gran Rusia que emergió victoriosa de la Segunda Guerra mundial.


 

Esa mañana, Boris Yeltsin despertó con una fuerte resaca; pasaba del medio día cuando el pálido sol asomó por la ventana de su dacha a las afueras de Moscú alumbrado su rollizo rostro. La noche anterior —noche vieja—, atormentado por multitud de acusaciones de corrupción, de enriquecimiento ilícito y de lavado de dinero, y temeroso de que el Y2K accidentalmente provocara un nuevo Chernóbil, se había servido un último vodka como presidente de Rusia y había entregado el poder a Vladimir Putin, un taciturno exagente del KGB a quien apenas había nombrado primer ministro.

 

A diferencia de Yeltsin, Putin no celebraba abrazado de Bill Clinton el lugar recientemente designado a Rusia en el concierto de las naciones; al contrario, lo rechazaba enérgicamente. El deseo de quien enseguida se revelaría como pretendiente a zar de todas las Rusias no era otro sino reconstruir la Gran Rusia que emergió victoriosa de la Segunda Guerra mundial, es decir, derogar el orden mundial impuesto unilateralmente por Estados Unidos tras la caída del Muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética, y renovar el espíritu de Yalta. Esto sólo sería posible, según Alexander Duguin, su Rasputín de cabecera, "frustrado la estrategia de Estados Unidos dirigida a contener a Rusia mediante un anillo de Estados occidentalizados" (El futuro geopolítico de Rusia, 1997):

 

Al llegar al poder, Putin encontró a Rusia en estado de abatimiento; derrotada en la Guerra Fría, la otrora superpotencia atravesaba una profunda crisis existencial tras haber retrocedido física, política y económicamente hasta sus dimensiones del s. XVIII. Sabiéndola debilitada, sus enemigos habían querido rematarla; tal como había predicho Duguin, la habían acorralado: después de la reunificación alemana, Estados Unidos incumplió su compromiso de no extender su zona de influencia más allá de la línea Oder-Neisse –efectivamente, enterrando Yalta—; en el transcurso de los siguientes años no tendría empacho en adherir a la OTAN a los países bálticos y a los del antiguo Pacto de Varsovia, ni en instalar bases militares en las ex repúblicas soviéticas centroasiáticas so pretexto de la Guerra de Afganistán.

 

Durante la primera década de este siglo, los estadounidenses también impulsarían a través de la sorosiana Open Society Foundations las llamadas revoluciones de colores con el propósito de romper la última línea de defensa rusa transformando los regímenes autoritarios postsoviéticos aún en pie en democracias liberales. La más ambiciosa de éstas sería la anaranjada, en Ucrania, cuna de la nación rusa, la cual se enquistaría originando el conflicto irresoluble, por todos conocido, entre quienes desean fortalecer los lazos con su patria histórica y quienes prefieren integrarse al espacio político europeo y a la alianza atlántica.

 

Debido a dicha polarización, los eventos que hoy nos ponen a todos los pelos de punta eran inevitables pero han sido precipitados, pienso, por el surgimiento ¿espontáneo? en Ucrania de una tercera vía que mina, acaso con mayor gravedad, los esfuerzos de Rusia por recomponer su esfera de influencia histórica; desde hace algún tiempo, se observa en aquel país la emergencia de un nacionalismo local más agudo que amenaza con desmontar la tesis de Putin respecto a que ambos países son esencialmente, una misma nación.

 

La (pen)última intervención rusa en territorio ucraniano busca, pues, evitar para los primeros la derrota geopolítica de consecuencias catastróficas que implicaría el fracaso de la visión irredentista de Putin. La pequeña Rusia estaba cambiando rápidamente y el reloj, corriendo en contra de los deseos del zar.

 

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