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Jueves, 21 Abril 2022 01:52

Los vecinos de la Puebla en el 491° aniversario de la Ciudad de los Ángeles

Los vecinos de la Puebla en el 491° aniversario de la Ciudad de los Ángeles Escrito Por :   Francisco Baeza Vega

El sábado 16, la ciudad de Puebla celebró su 491° aniversario; con tal motivo el día de ayer, el CIPAE y Doscientos Libres organizaron un conversatorio en el cual tuve el honor de participar. Este es un fragmento del mensaje que di para la ocasión:


 

Mucho se ha dicho estos días sobre la fundación de Puebla; mucho, sobre las controversias que rodean a la fecha de su nacimiento —si ocurrió en la fiesta de San Toribio de Astorga o en la de San Miguel Arcángel; o si debiéramos fecharlo cuando se integró su primer Ayuntamiento—, al lugar donde se estableció—si Cuetlaxcoapan había sido una poderosa ciudad o terra nullius entre los señoríos de Cholula, Totimehuacán y Tlaxcala— o a su singular trazado —acaso mienta Leicht cuando acredita a Martínez Partidor semejante diseño—. No es mi intención polemizar… al menos no sobre ello.

 

Creo que cualquier cosa que dijera, si no agitara un poco el espíritu de quienes me honran con su atención, sería insignificante; no se me ocurre pues, mejor manera de conmemorar a nuestra ciudad que hablando de los curiosos paraqués del más querido de sus padres fundadores, Toribio de Benavente, Motolinía:

 

Como es sabido, Puebla fue concebida para asegurar las comunicaciones entre las ciudades de México y Veracruz, para ser lugar de descanso y curación de los viajeros que realizaban el fastidioso recorrido entre éstas pero, más importante, para intentar solucionar un dilema que le quitaba el hambre al insaciable Carlos V: ¿cómo conciliar a sus súbditos españoles e indígenas?; es decir, “¿cómo proteger a unos de los abusos de los otros? y ¿cómo convencer a éstos de abandonar la conquista por la colonización?” (Hirschberg).

 

Los desaguisados entre españoles e indígenas eran comunes en la Nueva España, pero los que ocurrían cada vez con mayor frecuencia en la antigua Confederación de Tlaxcala eran especialmente preocupantes. En recompensa por la colaboración de Xicoténcatl ‘El Viejo’, llamado luego Lorenzo de Vargas con Hernán Cortés —recordemos— se había eximido a Tlaxcala de establecimientos españoles. Esta era, sin embargo, una bendición muy relativa; la ausencia de una autoridad secular en la provincia motivaba a los a recién llegados, doblados en forajidos, a cometer todo tipo de tropelías contra sus antiguos aliados, lo que comprometía la estabilidad de una región estratégica poniendo en riesgo la evangelización y la salud de las finanzas públicas.

 

Tal coyuntura sirvió de pretexto a Motolinía para solicitar ante la Real Audiencia la fundación de una ciudad donde establecer “a los españoles que andan ociosos y vagabundos, sin esperar repartimiento de indios, […quienes] teniendo en qué ocuparse, perderán las ganas de volver a sus tierras y adquirirán amor por estas”. A estos se les repartirían campos para labrar y cultivar del mismo modo que hacían en España, y se recurriría a los indios sólo para que ayudaran ocasionalmente en su preparación.

 

Resulta curioso, observo, que una ciudad que rivalizaría con el capital en prestigio, bonanza y esplendor fuera concebida como un experimento social utópico para erradicar las mismas tendencias aristocráticas que, un día, llegaría a encarnar. Una que prosperara no mediante el abuso del fuerte sobre el débil sino en base a la justicia, la equidad y el amor —cosa rara, la de amar al prójimo en aquellas tierras que eran “morada de demonios, habitación de enemigos”—; era, de suyo, una idea revolucionaria.

 

El sitio escogido por Motolinía para edificar Puebla no me parece de ningún modo casual; ésta fue construida a las faldas del Acueyametepec, en el mero centro del valle ubicado entre el Matlalcueye, el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl; tal sitio, a decir del franciscano, era “[…] muy bueno porque tiene al norte, a cinco leguas a Tlaxcala; al poniente a otras cinco, a Huejotzingo y al oriente a otras cinco, a Tepeaca. Al mediodía están Atlixco, Huaquechula, Izúcar…”.

 

El diagrama descrito por Motolinía en sus Memoriales situaba a nuestra ciudad en el medio de una gran cruz conformada por localidades en las que se había construido o se construirían monasterios franciscanos. Tal, además, guarda similitudes con el Dispositivo novi ordinis, de Joaquín de Fiore…

 

Es preciso hablar un poco de Fiore para que mis insinuaciones apocalípticas —sutiles como un trompetazo— no parezcan ocurrencias. El abad de Calabria fue el principal impulsor del milenarismo, la creencia escatológica muy popular en el Medioevo y considerada herética en nuestros días derivada de la lectura literal del Apocalipsis de Juan, según la cual antes del Juicio final y de la victoria definitiva de Jesucristo sobre Satanás, la humanidad experimentaría un periodo de paz, una edad sabática que se extendería por mil años.

 

Tales ideas influyeron notoriamente en las órdenes mendicantes, especialmente, en la franciscana. Los llamados franciscanos espirituales leyeron y releyeron las profecías del calabrés y creyeron reconocer en ellas a su fundador, Francisco de Asís; concluyeron entonces que el final de los tiempos estaba cerca y que eran ellos quienes deberían conducir a la humanidad a la parusía previa a la venida del mesías.

 

Inspirados por aquel, pues los primeros franciscanos que cruzaron el charco desde España hacia América no buscaban en el nuevo mundo otra cosa que la oportunidad de realizar la utopía joaquiniana; los liderados por Martín de Valencia tenían la creencia de que la nuestra era una nueva tierra prometida, un nuevo paraíso terrenal, un nuevo Edén donde establecer una sociedad cristiana perfecta.

 

Con tales ideas en mente, los llamados Doce apóstoles de México dedicaron sus esfuerzos a hacer realidad la Nueva Jerusalén, la ciudad descrita en Ap 21 desde la cual Jesucristo reinaría felizmente durante un milenio.

 

Considerando esto, no es extraño que Motolinía considerase que la ciudad que fundaba sería una Nueva Jerusalén; tanto no lo es, que el franciscano dedica dos capítulos de su obra a hablar sobre aquella que llama “gloriosa”, “perfecta”, “la más añorada”. Dice:

 

“Ciudad de los Ángeles no hay quien crea que haya otra sino en el cielo, la que está edificada en las alturas, que es madre nuestra y a la cual deseamos ir, la que contempló San Juan, El Evangelista en los capítulos XXI y XXII del Apocalipsis, [pero] otra nueva hay edificada en la Nueva España, tierra de Anáhuac”.

 

Casi medio milenio después, en fin, Puebla está lejos de ser aquel templo de milenaria paz; nuestra ciudad sigue construyéndose, destruyéndose y reconstruyéndose; fundándose y refundándose, resistiendo a duras penas a pesar de las profundas contradicciones clasistas que, como antiguamente, nos conducen al abismo del fracaso del proyecto común.

 

Puebla de los ángeles, llamada luego de Zaragoza, heroica y cuatro veces heroica —y rumbera, añadiría, porque cada tres años pone rumbo, corrige el rumbo y vuelve a corregir el rumbo; pone y quita de sus balcones banderas y declara, pomposa, que ahora sí va de veras—, no es mi deseo otro que en el futuro se haga realidad la utopía franciscana y sea Puebla de paz.

 

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