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Martes, 26 Abril 2022 03:30

El Cantar de los Nibelungos: la gesta de la derrota

El Cantar de los Nibelungos: la gesta de la derrota Escrito Por :   Francisco Baeza Vega

Similar operación propagandística se ha puesto en marcha estos días para contar la historia de un puñado de soldados del ejército ucraniano que resisten a duras penas en la gigantesca planta siderúrgica de Azovstal


 

“El Cantar de los Nibelungos” narra las aventuras de personajes de muy dudosa reputación, sus protagonistas no son como los intachables Roldán o Don Rodrigo sino unos cuya heroicidad sólo es superada por su amoralidad. La escena final de la máxima epopeya germana transcurre en el castillo de Etzel, donde perecen valientemente los más obscenos de todos, Gunter y Hagen. Atrapados en aquel palacete a orillas de Rin, los asesinos de Sigfrido luchan hasta la muerte contra un ejército que les supera en número; no piden clemencia ni aceptan tregua, ni siquiera la brutal decapitación de uno amilana al otro.

 

El final cuasiheroico de los príncipes borgoñeses será ficcionado por Tolkien en “El señor de los anillos”; el paradigma de la última defensa se observa en la valentía que habría mostrado el no menos controvertido Balin en la cámara de Mazarbul, en las profundidades de Moria. La firmeza del enano sólo sería equiparable a la Leónidas en las Termópilas, a la de Davy Crockett en El Álamo o a la de Juan de la Barrera y sus jóvenes cadetes en Chapultepec. También lo hubiera sido a la de Friedrich von Paulus en Stalingrado, si al alemán no le hubieran temblado las piernas frente al espejo.

 

En similares circunstancias a las de los otros, Paulus rechazó el pase directo al Valhalla en forma de ascenso que le ofrecía su jefe —un recordatorio sutil como un balazo en la sien de que ningún mariscal de campo alemán había caído en manos enemigas—; el muy católico comandante del 6° ejército prefirió librarse del infierno a asegurar su lugar en aquel salón eterno. A pesar de que su rendición había sido conocida mundialmente, el aparato propagandístico goebbeliano no escatimó recursos en difundir la mentira de que ninguno de sus soldados había capitulado antes de que sus kampfmesser perdieran su filo.

 

Similar operación propagandística se ha puesto en marcha estos días para contar la historia de un puñado de soldados del ejército ucraniano que resisten a duras penas en la gigantesca planta siderúrgica de Azovstal, su último bastión en Mariupol. Los medios ‘oficiales’ no se ruborizan al llamarlos “guerreros”, “héroes” o “luchadores por la libertad” —“moscas” los llaman otros, martirizándolos involuntariamente—omitiendo mencionar que entre ellos hay muchos cuyos tatuajes serían ilegales en la mayoría de los países europeos. ¿Acaso importa?, me pregunto; ¿acaso no la historia nos enseña que en gustos no necesariamente se rompen géneros?

 

Quizá la inmolación de los últimos defensores de Azovstal, dicho sea de paso, sea el símbolo que consolide el incipiente nacionalismo ucraniano; recientemente, los ucranianos han dejado de hablar ruso y han eliminado inscripciones y monumentos que conmemoraban el pasado en común, y la Iglesia ortodoxa de Ucrania se ha escindido de la Iglesia ortodoxa ucraniana, dependiente del patriarcado de Moscú provocando el mayor cisma cristiano ¡en un milenio!, pero aún les era necesaria esa gesta para desmontar el ¿mito? de que Ucrania y Rusia son esencialmente una misma nación.

 

Tal parece, en fin, que su sacrificio será muy útil en la construcción de la identidad nacional ucraniana. Ante nuestros ojos abiertos como platos Lomonosov, pues, podría estar naciendo una nación... y, ay, agonizando otra.

 

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