Eran otros tiempos, los de mi abuelo y los del Tigre; entonces y hasta hace no mucho imperaba un sistema que sólo permitía tanta crítica como le fuera conveniente, como acertó un Premio Nobel de Literatura doblado en político fracasado. A partir de la victoria de Andrés Manuel López Obrador, en 2018, la primera derivada de un proceso genuinamente democrático, el axioma que regía nuestras sobremesas quedó en desuso: esencialmente, los regímenes democráticos, como el nuestro, vienen acompañados de obligaciones como garantizar la libertad de expresión o ser transparentes y rendir cuentas.
La libertad de expresión que presumimos, sin embargo, está entrecomillada: al tiempo que los soldados son ultrajados y la guadalupana, banalizada en Plaza Babilonia, el presidente ha vuelto a ser intocable, no porque nadie lo toque sino porque ¡ay, del que se atreva a tocarlo! Esta prohibición tácita incluye a la Cuatroté, a sus protagonistas, a la familia presidencial, etc. --peores cosas les decían a las hijas de Lord Peña, ¿eh, hipócritas?--. La penúltima en criticar lo que no debía fue Ángeles Mastretta: la autora de “Arráncame la vida” (1985) se atrevió a tuitear sobre la fealdad de un Banco del Bienestar, “mezcla de dinero y mal gusto” (aunque ni tanto dinero ni de tan mal gusto como la calderoniana Estela de la luz, acoto). ¡Craso error!
Seguramente, algo haya tenido que ver que Mastretta sea esposa de quien es (personalmente, creo que Aguilar Camín no existe, que es sólo ‘FeCal’ sobrio pero ¡a saber!). Lo que le pasó, sin embargo, no fue un hecho aislado; ‘echar montón’ es el ‘modus operandi’ de la ultraizquierda ‘chaira’, de quienes no permiten espacio para los más insignificantes cuestionamientos a nuestro proyecto nacional, de quienes no tienen mejores argumentos que las descalificaciones ad hominem, los insultos y las amenazas. Nadie se libra de su ciberacoso, ni siquiera el politólogo cofrade coleccionista de improperios ridículos del tipo “Pelón”, “Cabeza de rodilla”, “Salinas”.
Normalmente, el ciberacoso no es espontáneo sino organizado, coordinado y ejecutado a través de una trama de cuentas de Twitter y de otras redes sociales autodenominada #RedAMLO, la cual está integrada por cuentas maestras que fijan los trending topics, bots que replican sistemáticamente sus contenidos y troles que acallan a los criticones escupiéndoles a la cara sus terribles 280 caracteres, además de los seguidores orgánicos que ingenuamente les hacen segunda. Los orígenes de esta red pueden fácilmente rastrearse hasta Palacio Nacional, hasta la oficina de la ya suspendida tuitera @LOVREGA, alias Jesús Ramírez Cuevas, el descuidado Coordinador general de Comunicación social del Gobierno federal.
La estrategia digital de alias Ramírez Cuevas tiene como misión construir un clima político favorable al gobierno; es decir, polarizar el ciberespacio, cosa peligrosa. El objetivo de su red es, pues, crear cercos informativos para acaparar y orientar el debate púbico, y para anular la crítica, lo cual, además, es muy irónico pues al tiempo que se celebran las iniciativas que nos protegen de la censura del Gran Hermano desde este lado se ejerce una censura igualmente injusta: exprésese libremente… bajo su propio riesgo.
Ganaremos el debate de las ideas, sí, pero no mediante la fuerza de los recursos públicos al servicio de un funcionario segundón obcecado con la popularidad presidencial y con la opinión de articulistas y tuiteros, sino con la razón histórica que nos atañe.
(O me censurarán en el intento).
