Viernes, 26 de Abril del 2024
Martes, 09 Agosto 2022 00:42

Lecciones de la Guerra del Peloponeso

Lecciones de la Guerra del Peloponeso Escrito Por :   Francisco Baeza Vega

Hallándose en similares predicamentos, todas o casi todas las grandes potencias han seguido idéntico derrotero; salvo poquísimas excepciones, siempre que el temor a perder el poder habido o por haber ha guiado su toma de decisiones la cosa ha terminado a golpes.


 

Apuntalada por su poderosísimo ejército, Esparta fue la potencia dominante de la antigua Grecia durante más de un siglo, hasta el fin de las Guerras médicas; después de la guerra contra Persia; sin embargo, Atenas emergió como una alternativa a su dominio gracias a su impresionante despliegue político, económico y social-cultural, y al desarrollo de una no menos portentosa armada con la cual podría controlar el Egeo. Como era de esperarse, desaparecido el enemigo en común, las Ciudades-Estado pusieron rumbo de colisión.

 

En la Historia de la Guerra del Peloponeso, Tucídides analiza los motivos que condujeron a la guerra; muy teatralmente, el autor de uno de los primeros tratados de geopolítica de la historia concluye que ésta se presentó como inevitable tanto para los atenienses, quienes se creían con derecho de demandar un orden mundial que se ajustara a la nueva correlación de fuerzas, como para los espartanos, quienes consideraban que tal sería incompatible con su sistema de dominación y, en consecuencia, no tenían otra alternativa que defender el statu quo.

 

Los espartanos, escribe Tucídides, citando a Alcibíades, precipitaron la guerra “porque temían que los otros se volvieran tan fuertes [que pudieran someterlos]”, mientras que los atenienses, por su parte, estaban comprometidos en una carrera que los impulsaba a continuar la expansión de su imperio “pues temían que, si renunciaban a la posibilidad de ser señores de otros, terminarían siendo sus vasallos”. La cuestión de la inevitabilidad del conflicto, pues, se reduce a comprender por qué ninguno podía abandonar sus ambiciones y esto, a su vez, tiene que ver con la esencia del poder: “Como todas las cosas—razona el estratego—el poder, si no se ejerce, se agota”.

 

Hallándose en similares predicamentos, todas o casi todas las grandes potencias han seguido idéntico derrotero; salvo poquísimas excepciones, siempre que el temor a perder el poder habido o por haber ha guiado su toma de decisiones la cosa ha terminado a golpes. El axioma fundamental de todas las películas de vaqueros respecto a que este pueblo—es decir, el mundo—es demasiado pequeño para compartirlo determinó los destinos de Prusia y Austria, en el s. XIX o de Japón y Rusia y de Alemania y el Reino Unido, en el s. XX, y podría determinar los de China y Estados Unidos, cuyo sabido mal rollo estos días ha escalado a alturas desconocidas, poniéndonos a todos los pelos de punta:

 

El breve periodo de dominación del que disfrutó Estados Unidos durante la década de 1990 se evaporó abruptamente tras las guerras de Afganistán e Iraq, las cuales lo sumergieron en una profunda introspección que ha conllevado al evidente declive de su influencia global; al mismo tiempo, China ha expandido la propia no solo en la región Asia-Pacífico sino en todo el planeta mediante una agresiva estrategia comercial, la cual la ha llevado a convertirse en la mayor potencia económica de la historia.

 

Chinos y estadounidenses están, pues, atrapados en una espiral similar a la que condujo a otras a la guerra, un desenlace que los primeros, contentos con su espléndido aislamiento, tratan de evitar, al menos, por el momento y que los segundos, desesperados, parecen ansiosos por propiciar inmediatamente.

 

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