Estos días, hace 60 años, la humanidad rozó la aniquilación; la instalación por parte de la Unión Soviética de armamento nuclear en Cuba, a solo unos pocos kilómetros de las costas de Estados Unidos, casi nos condujo al escenario impensable de la guerra nuclear entre las superpotencias, la cual habría provocado cientos de millones de muertos como consecuencia directa de los bombardeos y otros miles de millones como resultado de la contaminación radioactiva y del enfriamiento global que les seguirían.
Tal escenario, sabemos, fue evitado in extremis gracias a la prudencia de John F. Kennedy y de Nikita Kruschev, quienes, a pesar de estar tironeados por las fuerzas de la historia y sometidos a enormes presiones por parte de sus respectivos halcones, optaron por resolver el entuerto por la vía diplomática. Los registros de la época dan cuenta del altísimo sentido de responsabilidad de quienes entonces dirigían los destinos de Estados Unidos y de la Unión Soviética, inesperados protagonistas del penúltimo acto de la historia humana, el cual terminó por imponerse a sus diferencias ideológicas, políticas y personales.
Durante la Guerra Fría, el comportamiento de Kennedy y de Kruschev fue la norma; en aquellas décadas inciertas imperó la autodisuasión, un concepto desarrollado por John Lewis Gaddis para explicar la prudencia habitual de los dirigentes de Estados Unidos y de la Unión Soviética: especialmente, en los momentos más críticos, observaba el autor de The origins of self-deterrence (1958), estos tendían a la mesura por miedo a iniciar una escalada que finalizara en la guerra nuclear y en la destrucción de sus países; la posibilidad de comenzarla indirectamente, se observa también, condicionó sus acciones en conflictos subsidiarios como la Guerra de Corea y la Crisis de Suez, y posteriormente, la Guerra del Yom Kipur.
Finalizada la Guerra Fría con el colapso de la Unión Soviética y el surgimiento en su lugar de una Rusia debilitada y adicta a las Big Mac, sin embargo, Estados Unidos dejó de autodisuadirse; soberbios, creyéndose los últimos hombres en pie, los estadounidenses comenzaron a pasarse entre las piernas de Yalta las genuinas preocupaciones de seguridad rusas permitiéndose actitudes impensables anteriormente: bombardearon Yugoslavia, adhirieron a la OTAN a los países bálticos y a los que integraron el Pacto de Varsovia, e impulsaron revoluciones coloridas en las antiguo espacio soviético; y finalmente, penetraron en Ucrania, cuna de la nación rusa, donde diariamente mueren decenas de ciudadanos rusos víctimas de las muy superiores armas made in USA.
La rampante hostilidad de Estados Unidos hacia Rusia ha implicado un cambio fundamental en las reglas del gran juego: claramente, el equilibrio de poder basado en la autodisuasión está obsoleto; los estadounidenses se creen impunes, es decir, piensan que pueden seguir haciendo lo que les venga en gana sin riesgo de provocar escaladas... así que, a fin de reestablecer un equilibrio, los rusos tendrían la obligación vital de recordarles que se equivocan.
Ninguneados por los estadounidenses, los rusos no tendrían, pues, otra alternativa que trascender de sus amenazas verbales y reforzar su credibilidad nuclear mediante una exhibición de músculo, mostrándoles los dientes de sus misiles o de sus bombas, o, incluso, utilizando éstas en el campo de batalla, lo cual, ay, nos introduciría en un vórtice similar a aquel que todavía nos pone los pelos de punta.
