Viernes, 03 de Mayo del 2024
Martes, 02 Marzo 2021 01:22

El año del Decamerón

El año del Decamerón Escrito Por :   Francisco Baeza Vega

Estos años, 2020, 2021 y los que se acumulen, quedarán grabados en nuestra memoria y en la de las futuras generaciones; mi sobrina y sus pequeños amigos que últimamente apenas se reconocen recordarán vívidamente las máscaras, el encierro, el aburrimiento que definen estos tiempos.


 

 

Ha pasado un año desde que se registró en México el primer caso de COVID-19, el novel coronavirus originado en el Mercado mayorista (Instituto) de mariscos (de Virología) de Wuhan, en China; un maldito año desde que el microscópico pinche bicho que causaba estragos en la lejana Italia y en otros países de incierta ubicación geográfica penetró por nuestros aeropuertos abiertos de par en par. Nadie pensó que esto durara tanto, ¿verdad? (¿Verdad?).

 

No estamos mejor ahora que hace un año, sin embargo; ¿o sí? ¿A quién culparemos de la crisis inconclusa? ¿A quién colocaremos en la piedra sacrificial, a los neoliberales que desmantelaron los sistemas de salud nacionales, a los gobiernos que minimizaron la emergencia sanitaria o al vecino que se montó un Lollapalooza en su jardín con más de seis amigos sin guardar (in)sana distancia? ¿No será que repartir culpas nos da una falsa sensación de control, de comprensión? A menudo, las grandes tragedias tienen muchos padres pero ninguno (y el PCCh, ¿qué? ¿Neta, vamos a sepultar la teoría conspirativa bajo toneladas de verdades oficiales?). Puesta a destruirnos, la naturaleza puede ser implacable.

 

La memoria nos remonta a mediados del s. XIV, cuando la Peste negra se cargó, bajita la mano, a un tercio de la población europea. Aquél ha sido el mayor desastre natural en la historia de la humanidad. Avanzados en el antiguo arte de la guerra biológica, los mongoles literalmente introdujeron la peste a Europa lanzando cadáveres infectados de yersinia pestis al otro lado de la doble muralla de la genovesa Cafa, en Crimea, ciudad que tenían sitiada. Desde ahí, la enfermedad avanzó incontenible a través del continente hasta llegar a Florencia, donde se hallaba Boccaccio, testigo atemporal de la desgracia. Escribió:

 

“La mortífera peste nacida en los países orientales, fuera por la influenza de los cuerpos celestes o porque nuestras inequidades nos acarreaban la justa ira de Dios para enmienda nuestra, se extendió de un lugar a otro. De nada sirvieron las previsiones ni los esfuerzos en la limpieza de las ciudades ni que se prohibiera la entrada a los viajeros que venían de fuera; tampoco, las humildes rogativas, las procesiones y otras prácticas devotas”.

 

Brincando la peste “de casa en casa, como el fuego”, rebasadas las autoridades, los florentinos debieron hacerse cargo de su propia seguridad cada cual según sus propias manías. Algunos, dice Boccaccio, por si acaso la enfermedad se transmitiera por medio del hedor que emanaba de los cuerpos putrefactos regados en las calles, solían colgarse del cuello collares de ajos, remedio casero, a saber, inefectivo que siglos después el profesor van Helsing le vendería a la ingenua Lucy para protegerla del no-muerto que la atormentaba. Otros, continúa el autor

 

“Opinaban que llevando una vida moderada y privándose de los excesos resistirían la infección, y se aislaban de los demás en casas donde no hubiera entrado […] y otros, que cantar, reír y burlarse de lo que ocurría era la mejor medicina, y pasaban sus días de taberna en taberna”.

 

Estos preliminares, la descripción gráfica de los apestosos bubones que aparecían en los sobacos, de las penurias de los enfermos y de los costosísimos servicios funerarios, son, según Boccaccio, muy necesarios para hacer más agradables las historias que narra a continuación. “Más adelante les resarciré ampliamente del fastidio que esta introducción les haya causado”, promete.

 

¡Ay, si nuestro largo annus horribilis fuera como las primeras líneas del Decamerón, sólo el preámbulo de tiempos mejores! (¡Ay, si los dueños del mundo lo permitieran!)

 

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