Jueves, 16 de Mayo del 2024
Martes, 18 Octubre 2022 00:53

El Agamenón criollo

El Agamenón criollo Escrito Por :   Francisco Baeza Vega

Hernández intenta llevar el gran debate nacional al fascinante territorio de la mitología griega comparando las ansias de poder de su protagonista con las de Agamenón


 

Distrayéndome por un momento de los asuntos de veras importantes, la semana pasada me entretuve leyendo El rey del cash, de Elena Chávez. El libro de moda que, a decir de sus promotores, cimbraría la vida política nacional, jamás ocupará un lugar distinguido en los libreros ni en los pies de página de ninguna tesis pero, como atinadamente me comenta un colega, es de lectura obligada para saber qué se habla al lado de los dispensadores de agua. Rebajado a nivel de partido de fútbol de domingo, pues, me lo chuté completo.

 

Harto de discutir sobre un libelo de doscientas-y-tantas páginas de amarga bilis excretada por una ex esposa despechada, empero, prefiero comentar el no menos estridente prólogo que lo antecede, en el cual Anabel Hernández intenta llevar el gran debate nacional al fascinante territorio de la mitología griega comparando las ansias de poder de su protagonista con las de Agamenón. Enfermo de hybris, a fin de obtener la gloria en la Guerra de Troya—escribe sobre el mítico rey de Micenas, la autora favorita de la nota roja—éste habría llegado al extremo terrible de “desnudar y descuartizar a su propia hija en ofrenda a los dioses”.

 

La gravísima acusación de Hernández se basa en el relato de Esquilo, según el cual, hallando la mar en calma en su camino a Troya, Agamenón habría sacrificado a Ifigenia, su hija, a cambio de que Artemisa, la diosa de la naturaleza, le soplara un poco de viento. El dramaturgo cuya extraña muerte me recuerda la importancia de siempre usar sombrero, sin embargo, es el único de cuantos narran la más famosa de las tragedias griegas que menciona la muerte de la muchacha; menos propensos a identificar el sufrimiento humano como la causa de todas las desgracias, otros matizan que en el último momento la diosa perdonó su vida, intercambiándola por la de una cierva o una corza, ex machina que inevitablemente nos remite a la historia por todos conocida de Abraham.

 

Es evidente que Hernández no leyó completo el relato; si lo hubiera hecho, hubiera observado que Agamenón no tenía otra alternativa que sacrificar a Ifigenia en el caprichoso altar de Artemisa: su sangriento tributo era prerrequisito indispensable para cumplir la misión trascendental de restaurar el honor nacional atropellado por Paris al raptar a Helena. Colocado en semejante encrucijada el comandante del ejército aqueo, un hombre bueno “que por repentina mala fortuna topó con un escollo que no preveía”, se nos revela, entonces, no el conquistador ambicioso y vil sino el líder racional que comprende que los intereses colectivos priman sobre los individuales: “¡Que sea para bien!”

 

Tramposamente, Hernández omite que los personajes de aquellas grandes historias son mucho más complejos de lo que parecen; el que nos ocupa, el que más: bajo la luciente armadura de bronce de Agamenón se confunden las sombras del hombre testarudo y arrogante que no gusta de escuchar consejos, y las luces del héroe valiente cuyo altísimo sentido moral y del deber lo obliga a realizar, por su pueblo, los más dolorosos sacrificios.

 

En cierto sentido, tales omisiones son la introducción perfecta para un texto tan cargado de desatinos e imprecisiones que tampoco puede ser tomado muy en serio. Viene a mi memoria, en fin, a manera de conclusión, un antiguo proverbio griego: “descubre la verdad antes de desatar tu ira”.

 

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