Poseedores de enormes conocimientos, los magos son consejeros imprescindibles pero, a menudo, adulones. (Y ventajistas, además: seguramente, Gandalf deseará compartir con Thorin las riquezas de Eredor o Merlín, remojar sus barbas en la misma copa que Arturo; o Melchor, Gaspar y Baltasar esperaran arrancarle al futuro rey Jesús algo más que una insignificante bendición).
Maquiavelo dedicó un breve capítulo de “El príncipe” a advertir a sus lectores sobre los peligros de esos malos magos, esos malos consejeros; al duque de Valentino le recomendó rodearse de hombres de buen juicio que no temieran decirle las cosas como son y evitar a los aduladores que siempre le dijeran lo que quisiera escuchar. Reconociendo que los príncipes son naturalmente propensos a los halagos, que “se complacen demasiado de sus propias obras”, el florentino le suplicaba que al menos fuera lo suficientemente humilde como para “no ofenderse cuando alguien le dijera la verdad”.
Craso error de Andrés Manuel López Obrador, el príncipe nuestro, encargar la gestión de la crisis sanitaria derivada por la irrupción del coronavirus COVID-19 a Hugo López-Gatell, el mago de por aquí cerquita, quien en sus 15 minutos de fama se creyó Yen Sid y resultó un mero Mickey Mouse al que el sombrero de los astros --el saco, el cubrebocas; la responsabilidad histórica, pues-- le quedó estúpidamente grande.
La aparición en el escenario nacional, estos días, hace un año, de López-Gatell, tipo preparado, comunicador locuaz, tecnócrata con pinta de pararrayos, fue reconfortante… por un tiempo. El subsecretario muy pronto traicionó el juramento hipocrático entrándole al juego político de su jefe, sometiendo la estrategia sanitaria a las nece(si)dades presidenciales. En el colmo de su humillación afirmó aquello de que la fuerza del presidente “no es de contagio sino moral” --un extraño guiño a Fidel, por cierto, que ha pasado inadvertido--. Desde entonces, el aprendiz de brujo perdió su magia, su credibilidad; luego, los números, los cálculos, las predicciones, como las escobas, se le volvieron locos. Uno a uno, todos sus escenarios catastróficos fueron rebasados: 30, 35, 60 mil muertos; ¡200 mil muertos!
En cualquier principado medianamente civilizado, los magros resultados, además de sus contradicciones, sus formas pasivo-agresivas cotidianas o su viajecín a Oaxaca en el momento más inoportuno, ya le hubieran costado la chamba al mago local. No en el nuestro, sin embargo, porque López Obrador está tan casado con él --¡No estás solo, no estás solo!-- que despedirle significaría, reconocer que las cosas no se han hecho tan bien como presumen las focas aplaudidoras oficiales. A estas alturas, cuando todas las decisiones de gobierno tienen implicaciones político-electorales, el sub es inamovible: de ninguna manera el presidente entregará su cabeza a una oposición carroñera. (Aquél lo sabe: por eso la sonrisita).
A López-Gatell se lo tragó el personaje; se creyó lo de ser el rockstar pandémico y el fuckboy nacional, lo de ser ¡presidenciable! El funcionario público segundón se subió a su curva y se mareó, vomitándonos encima. Y ahí sigue, sin embargo, sostenido por el muy pragmático López Obrador.
¡Que la fuerza (moral) nos acompañe!
