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Miércoles, 24 Marzo 2021 01:38

Fuenteovejuna

Fuenteovejuna Escrito Por :   Francisco Baeza Vega

Fuenteovejuna, una de las obras favoritas de Lope de Vega, está basada en hechos reales: de acuerdo con la crónica de Sebastián de Covarrubias, una noche de abril de 1476, los vecinos de Fuente Obejuna, Andalucía asesinaron a Hernán Pérez de Guzmán, comendador mayor de Calatrava, a quien acusaban de ‘mil insultos’. Cuando las autoridades se apersonaron en la ciudad para interrogar a los lugareños buscando hallar, entre ellos, a los responsables del magnicidio no pudieron arrancarles más confesión que una lacónica declaración de omertà: “Fuente Obejuna lo hizo”.


 

Hoy, hace 27 años, Fuente Obejuna –la Fuente Obejuna de por aquí cerquita– cobró su víctima más ilustre: el 23 de marzo de 1994, el día que Luis Donaldo Colosio fue asesinado en una barriada polvorienta con pinta de ratonera en Lomas Taurinas, Tijuana, es una de las fechas clave del sistema político mexicano; ese día todo se rompió o, mejor dicho, se la rompieron a Carlos Salinas de Gortari.

 

Hasta ese día, el sistema político había funcionado con precisión milimétrica, doblándose sin romperse. La dictadura perfecta, como la llamó un Premio Nobel doblado en desorientado tertuliano, se constituía a partir de un axioma invulnerable: “No reelección”. La primera regla no escrita del sistema estipulaba la permanencia del partido, no del hombre: el presidente saliente podía elegir a su sucesor pero luego perdía cualquier influencia sobre él, pasaba a retiro.

 

Lázaro Cárdenas había puesto el ejemplo primero, al desterrar a Calles, quien amenazaba con extender su maximato o incendiar el país en el intento, y después, al no intervenir en el gobierno de Ávila Camacho a pesar de tener gran arraigo popular y autoridad política y moral sobre la familia revolucionaria. Años después, Alemán le consultaría sobre la posibilidad de hacer una excepción a la regla. Imperturbable, como era, La Esfinge de Jiquilpan le advertiría que siempre que alguno se creyera excepcional ocasionaría un baño de sangre; el michoacano “no compartía la teoría de que los hombres fueran imprescindibles”.

 

Salinas, sin embargo, se creyó imprescindible: los partidarios de su proyecto transexenal esgrimían que el liderazgo del presidente no debería ser desperdiciado; los más locuaces retomaban el célebre alegato de Gonzalo N Santos respecto a que “la Revolución no podía permitirse la inutilización permanente de sus dirigentes”. En el mismo tenor, Araujo y Velázquez repetían que al primer trabajador del país, lo que quisiera, “incluso la reelección”; y Azcárraga se declaraba “soldado (ya no del PRI sino) del presidente” y ponía a sus apreciables órdenes a la fauna artística de Televisa (Solidaridad, venceremos. Desde hoy en adelante, llevaremos tu ejemplo, cantaremos a una voz…)

 

Consciente de que pretender la reelección inmediata era políticamente imposible –la intentona de Martínez Corbalá de reelegirse como gobernador de San Luis Potosí, vista como un experimento del salinismo, había generado fuertes críticas–, Salinas tramaba una reelección colegiada, un salinato, al cabo del cual volvería triunfante abanderando a un nuevo PRI, el partido de la Solidaridad. En su intento de aferrarse al poder, no obstante, propició el clima enrarecido en medio del cual ocurrió al crimen de su delfín, su hijo político. El asesinato de Colosio significó un golpe de Estado táctico contra el presidente, un sangriento varapalo que confirmó que ni siquiera él estaba por encima del sistema. ¿De parte de quién? Bueno, de todos:

 

“No pudiendo averiguarse el suceso por escrito, aunque fue grave el delito, por fuerza habrá de perdonarse”, escribió Lope de Vega, dándole voz a Fernando de Aragón, resignándose a que el crimen del comendador mayor, por confuso, era irresoluble.

 

¡Fuenteovejuna lo hizo! ¡Al candidato lo mataron todos los agraviados del salinismo!

 

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