Nunca consumí drogas: Alan Ibarra


“Me pusieron algo en la bebida; la cocaína no te pone así”, asegura


El Matavalets agradece ser escuchad. Tras la entrevista se retira caminando lentamente hacia la Estancia de Internos, espacio donde está su celda. En este lugar confía permanecer, ya que teme llegar al patio general del penal de San Miguel cuando se le dicte sentencia.


Edmundo Velázquez

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Humberto Alan Ibarra Meza conoce ahora la soledad de la cárcel. Sus amigos lo han abandonado, en especial aquel que lo invitó al Víktor Hotel —del que insiste en reservarse el nombre para mejor ocasión— la fatídica noche en que asesinó a José de Jesús Huitzil. “Hice las paces con la familia del muchacho. Incluso su mamá me ha traído comida”. En dos días cumplirá 32 años, y aunque espera pocos festejos, mantiene la esperanza de que la juez que analiza su caso no se dejará influir por los medios de comunicación que lo bautizaron como El Matavalets.


Un último alegato en pro de su inocencia: aunque el peritaje de la Procuraduría dio positivo en el consumo de cocaína, Ibarra Meza niega haberla probado. “Me pusieron otra cosa; yo estaba perdido. La cocaína no te pone así”.


De sus viejos días como autoridad no queda otra cosa que los uniformes que su esposa guarda en casa. O más bien, sólo uno, para ponérselo cuando salga de prisión. “Por más cursi que suene, nunca voy a dejar de ser eso, un agente de tránsito. Es la profesión que quería en mi vida y lo que siempre quise hacer”.


Termina la entrevista en el Cereso. El reportero, que debió sortear los estrictos controles de seguridad para colarse al penal, se queda con una frase que resume la historia de El Matavalets: “Soy una víctima de la mala suerte”.

 

Dentro de San Miguel


El 15 de agosto será el tercer cumpleaños que pase en una celda el ex supervisor general de Vialidad Estatal. Mientras transcurre la entrevista que concedió a Cambio saluda a la gente que pasa, a sus compañeros internos que le presentan a su familia. Los abogados lo ven de reojo.  


Es un hecho que ya es un personaje, tristemente célebre, pero él detesta serlo, odia que le llamen Matavalets, como fue bautizado tras el zafarrancho donde hirió de muerte al valet parking José de Jesús Huitzil.


Es más, para él, el hecho de que lo llamen así es un exceso de los medios de comunicación. Asegura que su caso ha sido satanizado, que fue convertido en “el malo de la historia” cuando solamente fue “víctima de la mala suerte”.


En los locutorios la plática dura más de una hora. Cambio ingresó por la puerta de visitas sin problemas en menos de cinco minutos: sin celulares, radio, cámara ni grabadora.


A un costado de los juzgados penales de San Miguel las puertas de visita tienen colas que parecen interminables, pero para este encuentro se pudieron agilizar los procedimientos.


Con sólo nombrar al visitado los custodios cambian de rostro. Sin ponerse pálidos preguntan cuál es el parentesco o motivo para visitar a Ibarra. Para continuar con la visita es necesario registrarse y firmar, mostrar una credencial de elector y después caminar al fondo del primer pasillo, a un pequeño cuarto donde se revisa que el visitante no porte objetos punzo cortantes, armas y que lleve menos de 650 pesos, cantidad de dinero suficiente para pagar los “favores” a los trabajadores del penal o como apoyo para el reo dentro de la prisión.


Tras ser registrado, el convidado recorre otro pasillo donde indica nuevamente con quién se reunirá, deja sus datos una vez más y una firma; a unos 30 pasos se presenta a otro escritorio donde un custodio de avanzada edad marca con tinta indeleble uno de los dedos de la mano derecha.


Inmediatamente después se comienza a sentir el hacinamiento del lugar. Una sensación de claustrofobia pasa por la piel del curioso que ha llegado a creer que ya ha llegado muy lejos.


Tras bajar unas escaleras ubicadas frente a un segundo escritorio puede verse el área de locutorios donde existe una barra para registrarse una vez más. Detrás de la barra se encuentra la sección de donde vienen los reos. De ser abogado defensor se deberá dejar en ese lugar el número de registro que sirve como pase a los penalistas y el número de cédula profesional.


Tras el intrincado pero breve paseíllo, fue necesario buscar a un contacto más, cercano a Ibarra, alguien en común en el penal que intercedió para que el personaje aceptara la entrevista. Vestido de playera blanca de algodón, el contacto de ojos claros agacha la cara para decir la bienvenida sin que sea del todo captado por la cámara de circuito cerrado que vigila el área de locutorios.


“Dice que sí hablará, pero quiere que sea exactamente lo que él dice. Sin más ni menos porque está harto de que lo ataque la prensa amarillista”, comenta el contacto, quien tarda menos de cinco minutos en buscar a Ibarra dentro de la sección de Internos, un área segura donde se mantienen los procesados que aún no han sido sentenciados definitivamente. Menos peligrosa que el llamado patio, donde manda la ley del más fuerte y los favores, los vasos de agua y hasta la vida tienen un precio o cuota. Caminando lentamente Ibarra apareció en el cuarto, habló convencido, viendo a los ojos, con culpa pero con determinación.

 

“Me han satanizado”


Entre sus primeras advertencias Ibarra señala la animadversión que le tiene a la prensa tras ser la estrella de los titulares y noticieros:


“Han satanizado todo lo que ocurrió. Me han satanizado. Los medios me volvieron alguien que no soy. Sacan las imágenes de mí ensangrentado, sacan todo en los periódicos, me pusieron ese apodo. La sangre en la camisa es mía. La mayoría es mía, apenas y tengo rastros del muchacho. Pero con esas imágenes  hicieron de mi vida una pesadilla. (…) La gente que me conoce, la que me vino a ver en prisión, ellos mismos decían: ‘Tú no eras el de la tele. Tú no eras el que salía en esas imágenes. Ese no eras tú’. Dicen eso porque me conocían y saben que el personaje de la tele, el malo de la historia no soy yo.”


Y al decir esto Ibarra cierra los puños, los ojos los abre un poco más. Sin embargo no se exalta ni se molesta. Se queda callado y espera preguntas.


—¿Entonces qué te pasó esa noche? —se le cuestionó.


—No sé. Ni yo sé qué me pasó. Estoy seguro que algo pusieron en mi bebida. Estoy seguro que fue un día de mala suerte. O que simplemente quizá se me quiso asaltar, quizá me quisieron robar la pistola, pero de los valets, ni del muchacho que falleció puedo hablar mal. Sería de poca caballerosidad.


—¿No hubo entonces cocaína? ¿Tú no ingeriste ninguna droga?


—Yo nunca me he drogado. El dictamen de la procuraduría decía cocaína, pero la verdad es que la cocaína no te pone así como estaba yo. No se qué me dieron. Yo estaba perdido. Tenía la mirada perdida. Tengo pocos recuerdos de todo después de la última copa.

 

De su familia


El drama de Ibarra lo lleva a rememorar sus primeros días como agente de vialidad, afición que nunca olvidará, profesión que ama y que añora. Al punto de que aún entre sus pertenencias atesora un uniforme:


“A mi esposa le pedí que tirara todos mis uniformes. Pero que me guardara solamente uno. Y que lo colgara en el ropero para cuando salga. Y estoy seguro que ahí lo tiene. Sé que quizá no vuelva a trabajar como agente de tránsito, pero el uniforme lo quiero para ponérmelo aunque sea solamente en mi casa. Porque, por más cursi que suene, nunca voy a dejar de ser eso, un agente de tránsito. Es la profesión que quería en mi vida y lo que siempre quise hacer.”


Pero Humberto Ibarra mantiene consigo su mayor valuarte: su familia. Agradece el apoyo que ha recibido de sus padres políticos y sabe que sus hijos están bien con su esposa Jazmín, quien procura que, a pesar de vivir en San Martín Texmelucan, la historia no llegue a oídos de sus pequeños.


“No he perdido a mi familia, y no la voy a perder. Mis suegros me han apoyado mucho. Mi familia está en San Martín Texmelucan, pero por las noticias y los medios han intentado mantenerse herméticos. En San Martín todo mundo me conocía y pues ‘pueblo chico, infierno grande’. Pero se procura hacer todo lo posible para que mis hijos no conozcan aún la verdadera historia. Es por su bien.”

 

“Ya fui perdonado”


Ibarra no se despoja de la versión de que actuó en defensa propia cuando hirió de muerte al valet parking. Tan convencido de ella está que asegura que ha obtenido el perdón de la familia de José de Jesús Huitzil. 


“Suena increíble, pero he hecho las paces con la familia Hutizil. No me lo vas a creer, pero la mamá del muchacho que murió, incluso ella ha venido a dejarme de comer. Ella me perdonó. ¿Tú crees que de haber sido yo del todo culpable ella vendría verme? Viene seguido y come aquí, conmigo, cada que me visita. Aquí donde platicamos. Me mira de frente y yo siento su perdón.”


Sin embargo algo que le duele a Ibarra son aquellos amigos que se han olvidado de él por estar tras las rejas:


“La verdad es que mucha gente ha venido a verme. Mis verdaderos amigos han venido. Aquellos que realmente me vieron crecer, los que realmente fueron compañeros. Esperaba visitas de aquellos que incluso estuvieron en el lugar de los hechos. Pero no todos han venido. Justamente ha faltado de visitarme el amigo que me invitó al Viktor Hotel esa noche”, aseguró.

 

¿Mala suerte?


Entre la plática, casi al terminar, el entrevistado asegura que ese cambio de agente de vialidad a homicida fue obra de la mala suerte. Una víctima más del destino. Un momento en el que no pensó caer y que asegura que “le puede pasar a todos”.


Y aunque insiste en que fue mala suerte, aunque cree que quizá ese día se levantó con el pie izquierdo y no debió ir al Viktor Hotel con  su esposa y amigos a bailar y tomar unos tragos, él sigue pensando en la teoría de una conspiración.


—Si alguien te puso una trampa… ¿a quién le interesa? ¿A quién le interesa mantenerte en prisión?—se le preguntó.


—¿A qué le atribuyo que me hayan tendido una trampa? No sé. Yo no tengo parientes políticos, ni tengo un apellido importante. Yo no era nadie, más un trabajador en ascenso. Lo que sí sé es que iba a llegar a director de Vialidad Estatal. Esa era mi tirada. No quería tumbar a nadie, sabía que con el tiempo podría llegar al cargo, pero mi intención no era tumbar a nadie del cargo. Sabía que mi carrera iba en ascenso, tarde o temprano sería director.


Y así, con la esperanza que le queda, Ibarra se despide, agradece por ser escuchado. Se retira caminando lentamente hacia la Estancia de Internos, espacio donde está su celda, la celda uno. Lugar en el que también confía permanecer ya que teme llegar al patio general del penal de San Miguel cuando se le dicte sentencia. Teme no ser bienvenido como ex agente de Vialidad Estatal al lugar donde se ejecuta la ley del más fuerte.

 

 

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