Sábado, 02 de Agosto del 2025
Jueves, 22 Abril 2021 01:42

Llamando al autócrata benevolente

Llamando al autócrata benevolente Escrito Por :   Francisco Baeza Vega

En la ciencia política entendemos que la autocracia es la forma de gobierno antagónica a la democracia, aquella en la cual la voluntad de una sola persona es la ley suprema (Kant, Kelsen). La palabrita está compuesta por dos vocablos que la definen claramente: autos, por sí mismo y cratos, poder. La historia está llena de hombres todopoderosos; el primero, a saber, el propio Cratos, la personificación de la fuerza, hermano, por cierto, de Niké y de Bía, quienes personificaban la victoria y la violencia, respectivamente. ¡Bonita familia! En fin...


 

Posiblemente, el concepto de autocracia adquiriera su connotación negativa hasta principios del s. XIX, cuando Robert Southey dedicó a Napoleón, La guerra peninsular (1823), donde le llamó “autócrata malvado que ve a sus compatriotas como meros instrumentos para saciar sus ambiciones imperiales y juguetes de sus juegos de guerra”. Antes de Waterloo, sin embargo, no me parece que los autócratas fueran mal vistos. Los zares de Rusia, por ejemplo, se autoproclamaban “por la gracia de Dios, Emperador y Autócrata de todas las Rusias”, y así, la cosa fue bien… hasta que fue mal.

 

Hacia 2015, desgarrándose México en una espiral violentísima, Juan de Dios Andrade recuperó esa connotación original para hacer un llamado desde su columna al “autócrata benevolente”, un gobernante que, decía, debería tener la mano dura para impartir justicia y la sapiencia para hacerlo en beneficio de los ciudadanos. El autócrata benevolente, razonaba el maestro, siempre adelantado a las elucubraciones de sus alumnos, “pondría orden sabiendo de antemano lo que nos es bueno”. (Juan de Dios señalaba con la sutileza de un anuncio de neón a un autócrata malevolente de por aquí cerquita, pero ese es otro cuento).

 

El autócrata benevolente, suponía, pues, el maestro, surgiría naturalmente del caos: la violencia, la inseguridad, la corrupción, la impunidad, la crisis de credibilidad de los partidos políticos, el debilitamiento de las instituciones, etc. Serían conditio sine qua non para para la aparición de personajes propensos al manotazo en la mesa. En esa sopa de desgracias hervirían los autoritarismos del s. XXI.

 

Imaginando al México caótico de 2018 (aunque no, que Don Máximo nos desordenaría más las cosas), Juan de Dios casi se proyectó a 2020 y 2021. Su llamado --que a estas alturas de la noche más que llamado, suena a lamentación-- hace eco las plazas vacías y en los pabellones y morgues atiborradas. La pandemia de COVID-19 ha venido como anillo al dedo a los gobiernos para imponer sus agendas más autoritarias, para constreñir nuestras libertades individuales so pretexto de la amenaza real (¿o simulada?) del coronavirus.

 

Los ciudadanos, por nuestra parte, salvo unos pocos esquiroles que ocasionalmente desafían (desafiamos) el uso arbitrario del quitarrisas, ni pío: amenazados de muerte por un microscópico pinche bicho, hemos aceptado cambiar nuestra libertad por seguridad; hemos consentido la aplicación de medidas antes inconcebibles que restringen nuestra libertad de movimiento, de reunión y de opinión con tal de sortear el beso mortal del murciélago. Decía Franklin que “quien sacrifica su libertad por su seguridad no merece ni una ni otra”. Bueno, Ben, tú no has sentido los colmillos de aquel clavarse en tus pulmones.

 

La seguridad es hoy, pues, más que nunca, el quid de la cuestión pública; no solo la seguridad física de los ciudadanos sino la seguridad integral de la sociedad. Seguridad, en todas sus formas --SEGURIDAD; así, en mayúsculas--.

 

(Ocupados rescatando perritos y redefiniendo nuestro lenguaje y nuestros no sé cuántos géneros, nos estamos tardando en poner sobre la mesa propuestas político-electorales que de veras impacten en la seguridad de los ciudadanos como las relativas a los servicios de salud, a la renta universal básica o al combate al cambio climático, me temo).

 

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