Miercoles, 01 de Mayo del 2024
Jueves, 29 Abril 2021 03:14

El collar de la reina

El collar de la reina Escrito Por :   Francisco Baeza Vega

La mañana del 16 de octubre de 1793, en su celda en La Conciergerie, María Antonieta, la viuda de Luis XVI, acarició por última vez su cuello, ese cogote del que alguna vez colgaron las joyas más lujosas y por el que ahora escurría helado sudor, el mismo que en unas horas sería atravesado por la afilada navaja de la guillotina. (Su cabeza, contarían los testigos, sería exhibida por el verdugo; la víctima aún reservaría un último latido para sonreír, parpadear o sonrojarse, a saber. ¡Excelente trabajo, M. Sanson!).


 

Antes de ceñirse su último atuendo, un sencillo vestido blanco que hacía juego con la cuerda de yute que ataría sus manos, María Antonieta era sinónimo de glamour; la reina no estaba a la moda, era la moda: ataviada siempre con los mejores vestidos –a la sazón, vestidos muy ligeros, “tanto que difícilmente resistirían el peso de la corona”, según su familia– y decorada con zapatillas y abanicos que eran verdaderas obras de arte, Mme. Déficit provocaba la furia de sus súbditos, quienes a duras penas podían llevar pan a sus mesas. (Entonces, Aspen no era el destino turístico favorito de la clase gobernante. De haberlo sido, hubiéramos visto esquiar a los borbones).

 

A finales de los 80 corrió el rumor de que María Antonieta había adquirido su penúltima joya, la más lujosa: un costosísimo collar fabriqué en Boehmer & Bassenge, una fina pieza compuesta por 647 diamantes, valuada en 2 millones de libras. En un país donde la mayoría de los ciudadanos vivían con la centésima parte de una libra al mes, que su reina se paseara con el quién-sabe-cuánto por ciento del PIB en el escote indignaba.

 

María Antonieta, sin embargo, era inocente de tal acusación; no era ella la propietaria del collar sino una tal Jeanne Valois-La Motte, una señoritinga que alardeaba de sus pretendidas conexiones con lo más alto del poder político de Francia, quien lo había conseguido tramposamente gracias a la ingenuidad del cardenal Rohan, el prelado más importante del país. Increíblemente, La Motte se las había ingeniado para convencer a Rohan de que a cambio de que él firmara como aval de María Antonieta para comprar la joya ésta recomendaría a Luis XVI que lo nombrara primer ministro. La reina no tenía el (dis)gusto de conocer a quien, en su nombre, operaba el cochupo más infame ni contemplaba susurrarle al rey el nombre de nadie, por supuesto, y definitivamente, no planeaba adquirir semejante adorno.

 

La Motte era astuta, sin duda, y Rohan, un estúpido; y Boehmer y Bassange, las víctimas necesarias del engaño, de lo que Zweig llamaría “la farsa más descarada de la historia”. ¡Menuda sorpresa se llevaron en Versalles cuando los joyeros, preocupados por no haber recibido ningún pago por la venta del collar, les enviaron la factura! ¡La cara que habrá puesto Luis XVI! ¡La que habrá puesto María Antonieta! La que puso Rohan cuando, creyéndole partícipe del negociazo, el rey ordenó su arresto al tiempo que La Motte, enterada de la suerte del cardenal, ponía pies en polvorosa.

 

El affair del collar tuvo un efecto devastador en la reputación de la familia real: en medio de una crisis social inédita, avanzando hacia la revolución, sus gobernantes se las gastaban discutiendo sobre la propiedad de un collar que valía una fortuna. La opinión pública señaló con su dedo famélico, amenazante, a su frívola reina: de su noble cuello no volvería a colgar ninguno.

 

El escándalo del collar marcó un parteaguas en la historia de Francia: a partir de que se hizo público, el tiempo –tic, tac; tic, tac– corrió en contra de Luis XVI y de María Antonieta. Escribe Alexander Dumas:

 

“[Entonces,] todo cambió: Francia era como un viejo reloj de arena que durante un milenio había marcado la hora de la realeza; el dedo del Señor le dio la vuelta y a partir de entonces, marcaría la hora del pueblo”.

 

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