Crecida la polémica, algún regidor de oposición habilidoso en el antiguo arte de darle al otro una sopa de su propio chocolate ha deslizado la idea de que el asunto debería zanjarse mediante una consulta popular nacional como lo ha propuesto el presidente, una salida imposible para sus colegas proponentes porque ¿quién de ellos querría hacer el papelón de ‘echarse pa'tras’, de rajarse a punto de dar la estocada?
A fin de no hacernos bolas, recordemos que las únicas consultas populares válidas son las que se llevan a cabo de conformidad con el Artículo 35 constitucional. Avanzado el segundo año de gobierno de Andrés Manuel López Obrador, no se ha realizado una sola según sus términos. Lo que sí se han hecho han sido ejercicios demoscópicos (de dudosa metodología) para respaldar, a toro pasado, las decisiones presidenciales de devastar la selva yucateca de construir del Tren Maya o de cancelar el NAICM o la planta cervecera de Constellation Brands.
Las consultas populares son la piedra angular de la filosofía política lopezobradorista, la cual, resumida en estribillos fijos del tipo “El pueblo es bueno y sabio”, “El pueblo no se equivoca”, “El gobierno es el pueblo organizado”, etc., supone que la legitimidad de los gobernantes radica en la sabiduría popular, de la cual estos serían intérpretes máximos. Esta concepción de la política es bellísima pero tiene una cuita que es preciso comentar --otro día comentaremos sus beldades, que no son pocas--: recurrir a las consultas como un mero mecanismo legitimador de las decisiones de los gobernantes las desvirtúa.
La finalidad de las consultas populares, entonces, no debe ser legitimar las decisiones de gobierno sino orientarlas. En ese sentido, las consultas ‘patito’ realizadas en México no tienen punto de comparación con las de otros países de Latinoamérica: en nuestra región se han realizado consultas trascendentales como el Referéndum 2004, en Bolivia; el Referéndum constitucional de Venezuela de 1999; o los noes de los uruguayos y de los chilenos, en 1980 y 1988, respectivamente. Chile, por cierto, es alfa y omega de las consultas: la primera fue la convocada por O’Higgins para aprobar el Acta de Independencia del país, en 1817, y la última, hasta ahora, la que enterró los últimos vestigios de la dictadura, en 2020.
Tampoco es finalidad de las consultas populares someter a la consideración de los ciudadanos todas las decisiones de gobierno controversiales sino solo aquellas que sean “de trascendencia nacional”. La deliberada ambigüedad de la expresión no debe ser pretexto para consultar otras cuestiones que no sean las relativas al pacto social o a las leyes o políticas públicas que incidan sustancialmente en la vida de una parte significativa de la población. La vulgarización de las consultas sentaría un peligroso precedente para la democracia representativa: si sometemos a la opinión pública cada decisión particular que nos ‘haga ruido’, los representantes populares perderían su razón de ser.
No convoquemos, pues, a consultas populares en vano ni con otro fin que el de orientar las grandes decisiones de gobierno.
(Y si lo hacemos, ay, al menos que sea conforme a la Ley).
