Martes, 07 de Mayo del 2024
Miércoles, 14 Diciembre 2022 00:46

La maldición del quinto partido

La maldición del quinto partido Escrito Por :   Francisco Baeza Vega

Preferimos identificarnos con ratoncitos verdes que con guerreros aztecas o águilas reales


 

Pocos años en la historia de México han sido más traumáticos que 1994; ese, se sabe, fue uno de los grandes acontecimientos políticos, sociales y económicos. A los ojos del niño que fui, sin embargo, lo más importante de aquel annus horribilis había sido lo ocurrido esa tarde sofocante en East Rutherford, Nueva Jersey. Cosas verdaderamente serias, la expulsión de Luis García, el tropezón de Alberto García Aspe y el cabreo de Hugo Sánchez, quien, por cierto, poco antes me había autografiado un balón: “Para Fran, de tu amigo Hugo”; el error de diciembre, ¿qué?

 

Dicen que fallar un penal es algo que te persigue toda la vida y, en cierto modo, así es. La derrota desde los once pasos de la selección de México contra la de Bulgaria en la Copa mundial de fútbol de la FIFA celebrada aquel año, en Estados Unidos frustró las altísimas expectativas que generaba la mejor camada de futbolistas de nuestra historia; peor aún, el trallazo fatal de un centrocampista búlgaro de cuyo nombre no quiero acordarme (“¡Letchkov!”) significó el inicio de una especie de maldición que desde entonces le impide al seleccionado nacional avanzar más allá de los octavos de final de la Copa: la llamada, del quinto partido.

 

Dando por bueno aquello de que las maldiciones solo surten efecto en quienes creen en ellas, la que nos ocupa diría mucho sobre la mentalidad de nuestros futbolistas. Cualquier aprendiz de Adler observará que la aceptación del maleficio es signo inequívoco de autodevaluación; notará que, según transcurra el partido y la cancha comience a inclinarse peligrosamente sobre su portería, tal actitud se manifestará, primero, en alalás que inviten tímidamente a imitar la gesta de David contra Goliat, desde el suspirante “¡Ya merito!” hasta el infame “¡Sí se puede, sí se puede...!”, y, finalmente, incluso antes de que pite el árbitro, por ahí del minuto 89, en el epitafio compensatorio de rigor: “Jugamos como nunca… y perdimos como siempre”.

 

La autodevaluación, observará, entonces, trasciende de la cancha a la tribuna, es decir, de lo futbolístico a lo antropológico; la creencia de que no somos suficientemente buenos escala por la grada, se cuela entre las butacas y escapa del estadio instalándose en todos los órdenes de éste partido molero llamado vida, donde su sintomatología se hace más clara: el menosprecio a nosotros mismos se aprecia especialmente, en el malinchismo, pero, también, en la mediocridad, en la pusilanimidad, en el influyentismo, en la informalidad, en el sentido del humor basado en no tomarnos demasiado en serio y en una lista larga de defectos que constituyen nuestra idiosincrasia.

 

El diagnóstico, concluirá, sin extrañarse, el observador, indicará que detrás de la porra fanfarrona de torsos desnudos y caras pintarrajeadas de verde, blanco y rojo se esconde una raza de hombres que, desde la ruina de la gran ciudad y luego de quinientos años de saqueos y otros tantos, de humillaciones, preferimos identificarnos con ratoncitos verdes que con guerreros aztecas o águilas reales.

 

Y así, más ciertos de nuestra fe que de nuestras propias capacidades, cuando saltamos al campo vital levantamos la vista al cielo, nos persignamos y nos encomendamos a la virgencita “pa’salir adelante”. Salimos, bien y si no, también: ¡jodidos, pero contentos!

 

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