Wednesday, 24 de April de 2024


El México moderno de Peña Nieto no llega: sólo hay violencia y más violencia




Escrito por  Arturo Rueda
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Como en los noventas, como en los dos mil, el ciudadano promedio luce indefenso ante la fuerza del Estado a través de militares deschavetados o policías municipales corruptos o negligentes. Tlatlaya no es una excepción, como quiso vender Osorio Chong en su comparecencia en San Lázaro, sino un evento normal del autoritarismo priista que aplicó la misma receta con Figueroa en Aguas Blancas o con Ruiz Ferro en Acteal

La retórica modernizadora de Peña Nieto choca todos los días con la realidad del país. Las rendijas de las redes sociales comunican lo que los medios tradicionales tratan de ocultar en primera instancia como un movimiento inercial, pero que después se ven obligados a cubrir. La apuesta por presentar al mexiquense como un estadista de talla internacional en la ONU se desmoronó cuando el Ejército anunció la detención de ocho militares por el caso Tlatlaya, ejecuciones paramilitares sumarias que Human Rights Watch y Amnistía Internacional ya han calificado como la violación más grave en materia de derechos humanos en la última década. ¿Qué van a hacer soldados mexicanos en misiones de paz como cascos azules, cuando no pueden arreglar los problemas internos de delincuencia? ¿Se trata de una mala broma o de una burla abierta a la sociedad mexicana? ¿Se imaginan casos de ejecutados en alguna misión internacional?

 

 

Aunque el país quiere viajar al siglo XXI con inversión extranjera en el sector energético, seguimos anclados en los peores momentos del siglo XX cuando militares ejecutan a sangre fría a ciudadanos, delincuentes o no. El país cruje en 2014 de la misma forma que lo hizo hace 20 años: no se puede modernizar la economía de un país con un sistema político autoritario. La misma contradicción le ocurrió a Salinas de Gortari, y que a al final derrumbó su proyecto. El historiador Enrique Krauze lo definió como el hecho de que los tecnócratas querían Perestroika (apertura económica) sin Glasnot (apertura política).

 

 

Como en los noventas tuvimos la matanza de Aguas Blancas o la de Acteal, ahora los casos de Tlatlaya o Iguala van a definir el México de Peña Nieto. En el primer caso, las ejecuciones las realizaron militares. En el segundo, policías municipales que balearon a normalistas y hasta jugadores de los Avispones de Chilpancingo. ¿Qué país es este cuando un jovencito de 15 años, promesa de futbol, cae muerto bajo el fuego de policías municipales de su comunidad? ¿Qué tipo de discurso modernizador de Peña Nieto puede aplacar la furia de las balas?

 

 

Como en los noventas, como en los dos mil, el ciudadano promedio luce indefenso ante la fuerza del Estado a través de militares deschavetados o policías municipales corruptos o negligentes. Tlatlaya no es una excepción, como quiso vender Osorio Chong en su comparecencia en San Lázaro, sino un evento normal del autoritarismo priista que aplicó la misma receta con Figueroa en Aguas Blancas o con Ruiz Ferro en Acteal. La violencia política es la norma, no la excepción. En cualquier régimen autoritario, la violación a los derechos humanos es sistemática.

 

 

Lo única novedad es que desde hace unos años la violencia alcanza con igual virulencia a la clase política pese a sus guaruras y vehículos blindados. Desde que el crimen organizado mató al candidato a gobernador del PRI en Tamaulipas, cientos de alcaldes, regidores y diputados ya han sido sus víctimas. El último caso, primero en la restauración del Viejo Régimen, es el asesinato y calcinación del diputado federal por Jalisco, Gabriel Gómez Michel. El régimen ha hecho esfuerzos por pintarlo casi como un santo, que no tenía malos pasos ni antecedentes bochornosos. Lo cierto es que uno de los 500 representantes de la nación fue secuestrado a plena luz del día en el periférico de Tlaquepaque sin que nadie pudiera impedirlo, y sin que a nadie le interesara.

 

 

Los cientos de millones de pesos que la clase política gasta supuestamente para darnos mejor seguridad son una burla: como en Jalisco, el DF o Puebla, siempre resulta que las cámaras de videovigilancia no captan nada, y que en los carísimos C4 no hay nadie vigilando, ni ningún policía es capaz de intervenir en tiempo real. Tecnología obsoleta, se escuda Osorio Chong. Ese es el auténtico y ruinoso estado de la seguridad pública en México. Por eso cualquier ciudadano de a pie, pero también cualquier diputado federal, puede ser secuestrado y calcinado como si nada.

 

 

En estas condiciones, no es sospechoso que de la noche a la mañana miles de jóvenes estudiantes salgan a las calles a marchar en rechazo a una reforma del reglamento interno del IPN, que en realidad es una manifestación contra el papel de explotados que tienen los egresados de una de las principales instituciones de educación superior. Al igual que ocurrió en Puebla, la directora del IPN ve “enmascarados sospechosos”, a lo que los estudiantes responden mostrando sus credenciales escolares. Lástima que la gente de Chalchihuapan no tenía credenciales para identificarse.

 

 

Así, la violencia no se va del país, solamente se camufla por momentos para luego regresar como un vendaval. Violencia política, violencia del crimen organizado, México no es el país que Peña Nieto quiere vendernos. Mientras corrupción e impunidad continúen siendo las fuerzas motrices del sistema político, mientras la democracia sea el disfraz de un autoritarismo indesafiable, ni toda la inversión en el sector energético podrá salvarnos.

 

 

 

 

 

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