Lunes, 29 de Abril del 2024
Miércoles, 18 Noviembre 2020 02:50

¿Quién debe gobernar el Estado?

¿Quién debe gobernar el Estado? Escrito Por :   Francisco Baeza Vega

El origen de los Estados modernos se remonta al final de la Guerra de los Treinta años, a mediados del s. XVII, cuando, a fin de armonizar los intereses particulares y los públicos, comenzaron a construirse las primeras organizaciones territoriales soberanas definidas en torno a gobiernos centrales. La ingeniería que comprendía el novel contrato social, sin embargo, no respondería o respondería solo parcialmente a la cuestión política fundamental: ¿quién debería gobernarlos?


 

La cuestión moderna es una interrogante antigua que ha desquiciado a muchos politólogos desde que el hombre pasó de lo salvaje a lo social, desde que el primero dijo ¡Matanga! (Rousseau):

 

Platón fue el primero en plantearla. El griego antiguo proponía que gobernasen los reyes-filósofos, “filósofos que sean reyes o reyes que practiquen noble y adecuadamente la filosofía” (Politeia, c. 375 a. C.), quienes después de aprender matemáticas, dialéctica y administración pública, serían capaces de comprender la idea del bien y, en consecuencia, gobernar con justicia. Los prohombres que se liberasen de sus cadenas y escapasen de la caverna, auguraba el filósofo, conducirían a sus naciones a destinos grandiosos.

 

(Moisés guiando al pueblo hebreo en su huida de sus parientes egipcios, hacia la tierra prometida; el Reino de Israel floreciendo de la mano del sabio Salomón; Hitler conquistando medio mundo para cumplir los divinos designios hegelianos…)

 

Un par de milenos después, Karl Popper adversaría a Platón con insólita rudeza. El austriaco advirtió que la pregunta de su colega era engañosa: nadie en su sano juicio podría estar en desacuerdo con que rija el más bueno de los ciudadanos, pero ¿cómo definir objetivamente lo que es bueno? En realidad, reflexionó, el bien no es un valor absoluto como suponían Platón y, después de él, Agustín de Hipona, Tomás de Aquino o Kant, sino uno relativo, así que siempre cabría la posibilidad de que el gobernante, aunque tuviera las mejores intenciones, condujera a su nación a galope… ¡en el sentido equivocado!

 

(Moisés y su pueblo vagando por el desierto porque el caudillo golpeó no una, sino dos malditas veces la roca; el Reino de Israel partiéndose por la mitad porque el orgiástico Salomón se lío con moabitas, amonitas y edomitas…)

 

De un plumazo, pues, Popper excluyó al hombre de la ecuación del poder: para el autor de La sociedad abierta y sus enemigos (1945), la cuestión no sería quién debería gobernar sino ¿cómo? A fin de evitar o al menos, limitar los grandes errores de los gobernantes, concluyó, deberían fortalecerse las instituciones democráticas. Aquellos, pues, deberían dejar de ser los irreprochables conductores nacionales para convertirse en meros administradores públicos a lo cuales podría reemplazárseles pacíficamente cuando fuera necesario.

 

(Hitler le dio la razón: la Segunda Guerra mundial, la gran tragedia de la vieja Europa devastada por los totalitarismos, ilustró, según, que para salvar a la sociedad de su destrucción era necesario acotar el poder de los gobernantes. Tal vez si hubiera habido algún mecanismo para la revocación de mandato en la Alemania de 1943…).

 

Popper, no obstante, falló en advertir que ni siquiera las democracias son impermeables a los grandes hombres; que camino a Calípolis estamos atrapados en un círculo vicioso en el cual la democracia, por ineficiente, nos conduce al autoritarismo y el autoritarismo, cuando el gobernante se pervierte, nos devuelve a la democrática.

 

Los popperianos más avanzados se han planteado, en consecuencia, desaparecer completamente el Estado. Reemplazar a los Estados por la mano (in)justa del mercado conseguiría, aseguran, soberbios, lo que no se consiguió en Westfalia y en Potsdam: la paz. Qué harían con esa paz, es otra historia.

 

comments powered by Disqus