Domingo, 28 de Abril del 2024
Martes, 24 Noviembre 2020 02:12

El desgarramiento del Estado

El desgarramiento del Estado Escrito Por :   Francisco Baeza Vega

Huyendo del frío siberiano, vine a Veracruz a que me caliente el sol. Me sorprende --nunca deja de sorprenderme-- lo rápido que cambia su paisaje conforme uno avanza por el Blvd. Manuel Ávila Camacho desde el centro de la ciudad en dirección a Boca del Río: a cada paso que doy los hip-hops, technos y reguetones van opacando las teclas de la típica marimba. En un punto de la carretera, la cuatro veces heroica se desvanece, deja de ser.


 

Entre sonidos extraños, la aldea global de McLuhan se manifiesta:

 

--Todavía no acepta su derrota --escucho decir a una marchanta, a la altura de Regatas.

 

--¡Pa'su mecha! ---responde su colega, desde la caseta de enfrente.

 

Entrando al s. XXI, el Estado moderno se encuentra en plena crisis existencial, desgarrado violentamente por la inercia vertiginosa de nuestros tiempos:

 

En gran medida, el globalismo es la consecuencia lógica del progreso tecnológico de la humanidad: las nuevas tecnologías de la comunicación han contribuido enormemente a desaparecer las fronteras nacionales físicas y virtuales, lo cual ha dinamizado la migración, el comercio y el intercambio cultural, al tiempo que ha mermado la autoridad de los gobiernos nacionales, cada vez más dependientes de los organismos supranacionales en asuntos críticos como los tocantes a los derechos sociales, al medio ambiente o a la seguridad y al combate contra las drogas, o, de manera más notable, en los relativos a la economía.

 

Aunque el globalismo toca todos los aspectos de nuestra vida, en ninguno es tan determinante como en el económico. Si bien inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, los Estados reaccionaron volcándose al desarrollo endógeno, paradójicamente, al mismo tiempo, dieron los primeros pasos hacia la integración global mediante la creación de organismos financieros internacionales que quedaron tutelados por Estados Unidos, la potencia superviviente de la Gran Guerra (Bretton Woods). Estos se confunden en una espesa sopa de siglas: BM, FMI, OMC, BIRF, BID, CFI, etc. Ante ellos se arrodillan los gobiernos (¡ay, del que les adverse, gobierno gamberro candidato a derrocamiento!).

 

La soberanía política es una simulación si no existe soberanía económica. El sueño húmedo popperiano, la desaparición de los Estados, se gesta desde el Consenso de Washington: cada uno, según su propia capacidad de adaptación, los Estados podrían resistir a nuevas fórmulas demográficas, comerciales o culturales, pudiendo incluso enriquecerse de ellas pero no a la pérdida de su soberanía, a someterse a un poder superior. El Estado nacional es un mito, es el Estado soberano el que debe importarnos: que la típica marimba veracruzana sea reemplazada por otros tamborazos puede resultarnos doloroso pero que un extranjero decida sobre nuestros programas sociales, nuestro gasto público o nuestras políticas fiscal y monetaria es de gravedad mortal.

 

(Lo anterior, la preeminencia de los organismos financieros internacionales sobre los gobiernos nacionales, dicho sea no tan de paso, conduce irremediablemente al Estado a una crisis de legitimidad y, en consecuencia, a la ruptura dramática del pacto social que anticipa su desaparición. “Eso explica muchas cosas”, pienso mientras leo un poliperforado pegado feamente en el parabrisas posterior de un taxi: “La 4T, en marcha”).

 

En tales circunstancias, pues, ¿qué queda, en realidad, de los Estados modernos? ¿Qué, de sus fronteras claramente definidas, de sus poblaciones relativamente constantes o de sus gobiernos representativos pero, sobre todo, de su soberanía, conditio sine qua non para su existencia misma?

 

Cae la noche. Apuro la penúltima cerveza, una birra insignificante estadounidense, de origen checo, elaborada con agua expoliada a campesinos mexicanos --cheers!--.

 

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