Todos los grandes movimientos sociales de la primera década del s. XXI, desde la Primavera árabe hasta Occupy Wall Street (Soros) pasando por los de los indignados españoles y griegos, ocuparon primero las plazas públicas virtuales que las físicas. Las redes sociales revolucionaron las protestas sociales; las novedosas tecnologías de la información fueron vitales para organizar, coordinar y capitalizar mediáticamente las manifestaciones.
La luna de miel entre las benditas redes sociales y los movimientos sociales duró poco, sin embargo; la alianza terminó abruptamente cuando Donald Trump ganó una elección presidencial usando las redes como ariete para hackear al sistema, para bombardear a la clase media estadounidense con fake news, verdades a medias o incómodas made in Russia. La improbable victoria del anaranjado forzó a Zuckerberg, a Dorsey y a Page y Brin, y a los demás gerifaltes de Silicon Valley, a replantearse el rol que jugarían en el nuevo orden mundial: ¿serían meros facilitadores o protagonistas de los grandes acontecimientos del planeta? (Que se utilizaran sus plataformas para derrocar a dictadores incómodos en países de incierta ubicación geográfica estaba padre, pero que un sujeto con ínfulas de tirano las utilizara para asaltar el poder en el propio, ya no tanto, además).
A partir de entonces, los tiranuelos ajustaron los términos y condiciones de sus empresas para tener un control absoluto de la información que se distribuye a través de sus plataformas a fin, según, de defender la verdad --su verdad--. Habiéndole cerrado el pico al so called hombre más poderoso del mundo y aportado algo más que un granito de arena a su derrota electoral, se han crecido. Hoy, las grandes compañías proveedoras de servicio de redes y medios sociales rivalizan directamente con los Estados; salvando ciertas distancias, por su capacidad de influir determinantemente en la vida política y social de los países, Twitter, Facebook, YouTube, etc., son el equivalente virtual de la United Fruit Company.
Debería ser el Estado y no tales compañías quien, conforme a la ley, determinara cuáles contenidos puedan compartirse y cuáles, no a través de las malditas redes sociales. Dejarle esa facultad al Miniver californiano es peligrosísimo. (El Miniver del imaginario de George Orwell era responsable de administrar la verdad, de falsificar los hechos para empatarlos con los intereses de los cabecillas del partido. ¿Acaso no es lo mismo?).
Colocados en la antesala de una república orwelliana donde la manipulación de la información, la vigilancia masiva y la represión cibersocial sean la norma, ¿no convendría, por ejemplo, que estas compañías operaran sólo con la autorización de los gobiernos y que estos fungieran como árbitro entre ellas y los usuarios? ¿No que los usuarios tuviéramos derecho de audiencia en caso de que nuestras cuentas fueran canceladas injustamente y que tales injusticias, si violentaran nuestro derecho a la libertad de expresión, ameritaran sanciones?
La reforma a la Ley de Telecomunicaciones y Radiodifusión pretende limitar el poder de los dueños del mundo (virtual); de meterlos en cintura, pues. Nadie se ha atrevido a hacerlo, por cierto.
¡Bienvenida la Ley Monreal!
