A mediados de 2018 cierto amigo asistió a una reunión organizada por una de las principales cámaras empresariales, en la cual el entonces presidente electo prometió que durante su gobierno el PIB de México crecería no-sé-cuántos por ciento. Aquel salió de la reunión decepcionado; en su opinión, no era razonable establecer metas de crecimiento porque… bueno, porque no fue eso lo que predicaron Moisés y todos los profetas, ¿verdad? “¡Acumular, acumular!”
El amigo del que les platico —economista octogenario educado en las mejores escuelas neoliberales, para más señas— perteneció a la generación que gobernó el país en la época en que la bonanza petrolera originada por el descubrimiento del megayacimiento de Cantarell creó la ilusión de que el crecimiento no tenía otros límites que los que fijara nuestra imaginación. Aquellos pozos rebosantes de oro negro, sin embargo, habían comenzado a agotarse desde el momento en que extrajimos su primera gota. El paradigma del capitalismo, entonces, tendría que ser reconsiderado: ¿puede el crecimiento continuar infinitamente en un planeta finito?
En 1972, el Club de Roma publicó un celebérrimo informe titulado The limits to gowth para responder a esa pregunta; a la oenegé basada en una capital europea que irónicamente no es la italiana le inquietaba que el crecimiento desmesurado pudiera materializar la visión apocalíptica descrita por Thomas Malthus, según la cual, debido a que el número de seres humanos crece más rápidamente que el de los recursos que consumen nuestra raza experimentaría una pauperización progresiva que conduciría al colapso social y eventualmente, quizá, a su extinción (An essay on the principle of population, 1798).
En su informe, los expertos confirmaron la teoría de Malthus; efectivamente, advirtieron, puesto que los recursos no renovables, la tierra cultivable o la capacidad de absorción de la polución de nuestro planeta no son ilimitados, si continuábamos creciendo desmesuradamente, colapsaríamos en el transcurso de este siglo. El problema, según, era la reproducción ilimitada de las clases pobres; es decir, que ya eran muchos los que mamaban de los programas de asistencia social y ¡ay, seguían pariendo las abuelas! A fin de corregir el rumbo, recomendaron implementar inmediatamente estrategias de control poblacional que a botepronto parecen muy progresistas pero que, en realidad, refuerzan el statu quo:
En esencia, las recomendaciones de Malthus de “hacer calles más estrechas, hacinar a más personas en las casas y provocar enfermedades en los barrios obreros” no son muy distintas a las de aquellos expertos de despenalizar el aborto o promover la planificación familiar y el uso de anticonceptivos; en ambas subyace la idea de que uno debería tener solo tantos hijos como pueda buenamente mantener y no tantos como a duras penas puede subsidiar papá-Estado. La consecuencia evidente de estas políticas no es otra sino la conservación del predominio de las élites frente a la emergencia de una masa cada vez más numerosa, más hambrienta y seguramente, más enojada.
Añadiendo contradicciones a la causa, nos hallamos de pronto, pues, en una situación en la que parece imposible sostener simultáneamente o al menos, con la misma energía o con el mismo entusiasmo, una agenda progre y una eficiente lucha de clases.
