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Los tres presidentes de México que precedieron a Enrique Peña Nieto, justo a la mitad de su mandato, hicieron frente a auténticas tempestades que por anticipado desgastaron a su gobierno. Ernesto Zedillo, en 1997, ya había enfrentado lo peor de la crisis económica del Efecto Tequila, había perdido la mayoría en la Cámara de Diputados y se enfilaba al escándalo del Fobaproa. Vicente Fox encarnaba la decepción del cambio democrático, Fidel Castro lo había ridiculizado con el “comes y te vas” y en 2003 el PAN no pudo alcanzar la mayoría en San Lázaro. En 2009 Felipe Calderón estaba embarcado en plena guerra contra el narco, su partido perdió las elecciones legislativas, el país se paralizó por el miedo al H1N1, Estados Unidos vivía lo peor de la crisis financiera. Sin embargo, todos ellos, a esta altura estaban mejor calificados que el mexiquense, quien ha enfrentado menos desgracias. ¿Por qué?
Nadie tiene un diagnóstico claro del porqué los mexicanos se han ensañado con el mexiquense al grado de convertirlo en el mandatario federal peor calificado de la transición democrática de acuerdo con el seguimiento del periódico Reforma. Zedillo, pese a la crisis económica, increíblemente tenía un apoyo del 60 por ciento, al mismo nivel de Vicente Fox, el “presidente del cambio” que todos los días enfrentó el ataque del círculo rojo, pero que llegó a 2003 con el respaldo del 58por ciento. Incluso Felipe Calderón, en medio de la polarización que dividió al país, llegó al 52 por ciento de apoyo en 2009. Con su 39 por ciento de aprobación —y eso que subió del 34 por ciento que tenía en julio—, Peña Nieto es el peor evaluado.
¿Qué ha hecho peor el mexiquense que sus predecesores? Creo que una diferencia específica es el tema de la corrupción: pese a que hubo señalamiento que apuntaron a su círculo familiar y de amigos cercanos, la sospecha de negocios ilegales nunca recayó directamente en Zedillo, Fox y Calderón, a quienes se puede acusar de muchas cosas, excepto de enriquecerse directamente con el ejercicio del poder.
Por el contrario, la pésima gestión del escándalo de la Casa Blanca pegó directamente en el hogar presidencial sin un correcto control de daños. El daño primario fue a Peña Nieto con su conexión con Grupo Higa, pero luego se expandió a su esposa Angélica Rivera con el video infamante con el que salió a excusarse. Un año después, el asunto sigue pesando como ningún otro, ya que matanzas parecidas alas de Tlatlaya y Ayotzinapa le ocurrieron a Zedillo —Acteal y Aguas Blancas— y por decenas a Calderón, y no pasó nada.
A Fox, como a Peña Nieto, se le fugó “El Chapo” Guzmán, y aunque al final terminó resintiéndolo, en el momento se le dio el beneficio de la duda. Calderón capturó y ordenó matar a un número indeterminado de capos y personajes medianos del crimen organizado, pero también se le escaparon decenas. Y pese a ello, a mitad de su sexenio, tenía 52 por ciento de apoyo.
La impopularidad de Peña Nieto, sin embargo, es directamente proporcional a su eficacia política: sin mayoría en ninguna de las cámaras, logró aprobar las reformas que ni Zedillo, ni Fox ni Calderón lograron. Y a mitad de su sexenio, a diferencia de sus predecesores, sí alcanzó la mayoría en San Lázaro, la primera vez que un partido la logra desde 1997.
¿Cómo un presidente, siendo tan eficaz políticamente, puede resultar tan impopular a nivel de calle?
Si a excepción del tema corrupción el problema no está en él, quizá habría que buscarla en el contexto social. De 1994 a 2012, de forma progresiva, el escarnio a la figura presidencialpasó de monopolio de algunos reductos mediáticos como El Chamuco a ser noticia permanente del sistema mediático. Pero después del 2012, las redes sociales convirtieron ese escarnio en una actividad común y corriente: del temor reverencial que inspiraba la Presidencia no queda casi nada, y las tundas en redes de una u otra forma terminan lastimando más de lo que pueden contener los medios formales.
¿Está liquidado Peña Nieto a mitad de su sexenio? No lo creo: tiene más control político que sus antecesores, gracias a la mayoría en San Lázaro, tanto que pudo sacar el Presupuesto sin despeinarse. Su problema es, sin embargo, el acelere que trae su sucesión, porque al margen de la ventaja de López Obrador, en algún punto parece haber abdicado espacios mediáticos y políticos en favor de Aurelio Nuño.
Si lo hizo motu proprio, excelente. Pero si ha perdido el control dentro de su propio grupo, y con la nomenklatura enfrente esperando a que se debilite más, se avecina una crisis de partido que puede convertirse en crisis de régimen.