En estos tiempos de la denominada democracia representativa, distinta de la participativa, cada día se visualizan más alejados los ciudadanos de a pie de su propio gobierno, de sus instituciones, de los órganos que, incluso, están para brindar los servicios públicos y de seguridad social; y aún se ven más remotos los tribunales y juzgados que realizan la función más importante del Estado, a saber: la administración de justicia. Son estos, pues, paradójicamente, los más lejanos para cualquier ciudadano y, quizá, esta sea una de las razones por las cuales se vive actualmente en una ingobernabilidad en las calles que está causando tantas muertes desalmadas e inhumanas. Hay un gran alejamiento de las instituciones, que están para administrar justicia, de su propia ciudadanía, como si se trataran de tribunales y juzgados de un “gobierno de los otros”.
Ese alejamiento de la población de esta democracia representativa se comprueba con la participación en los partidos políticos, pues pareciera que sólo se inscriben en ellos los que tienen compromisos o los que no tienen una mejor forma de vida; pero, en general, la población está cada vez más alejada de los mismos; hoy la gente no comprende cuál es la distinción entre un partido político y otro, cuáles son sus ideales y las diferencias. Por ello, es cada vez menor la tendencia de acudir a las elecciones, pues en el ambiente se huele que esos partidos políticos y que los propios candidatos no representan a nadie. Por lo tanto, hoy la principal preocupación que deben tener esas instituciones es replantearse y reinventar la democracia representativa, pues, de lo contrario, se mantendrá la impresión generalizada de que estamos ante la presencia de un “gobierno de los otros”.
Pero esto no es lo más dramático. Lo más grave de todo esto es el ambiente que se ha creado en un gran sector de la población de nuestra nación: y no, precisamente, aquellos más pobres, sino los que cuentan con un empleo, una profesión, los que pertenecen a la clase media e, incluso, a la clase alta no auspiciada por el sistema gubernamental, que no es algo nuevo, pero que cada día se ha incrementado de manera desbordante y también preocupante. Si se debiera poner una fecha al respecto de este fenómeno grave, sería el final del gobierno de Vicente Fox, que, en la nómina, es el primer gobierno de oposición de los últimos 70 años en nuestro país; pero respecto al cual, desafortunadamente, quedó un sentimiento de desilusión: que no se puede hacer nada en México para desarrollarlo, para transformarlo. Por ello, la enfermedad que se fue incrementando y agudizando fue esa sensación de que era necesario salir del país para buscar un mejor futuro, una mejor forma de vida, una tranquilidad que no se vive en México, porque estamos ante un “gobierno de los otros”.
Y ese fenómeno se incrementó con el gobierno federal subsecuente que, con esas políticas públicas enfermizas de acabar con el narcotráfico, terminó de arrebatarle la tranquilidad al país, a causa de la muerte y desaparición de miles de personas; políticas que siguieron agudizándose y agravando la situación y apenas terminaron en 2018; políticas que nunca voltearon la cabeza para considerar que el número de muertes causado por esa batalla perdida no hubiera sido tan grande ni se hubiera hecho en tan poco tiempo con el consumo de esas drogas; políticas públicas que pertenecen a un “gobierno de los otros”.
Y eso no fue todo, porque resulta que muchos de los que no votaron en 2018 por esta Cuarta Transformación, aquellos que ven la economía caer, que no encuentran un plan de vida por la ausencia de empleos serios y fijos, aquellos estudiantes que no ven las oportunidades en sus profesiones, los empresarios que no visualizan un proyecto a largo plazo en sus negocios, sino los problemas constantes con la competencia ilícita, informal, las cargas tributarias, etc; son todos ellos los que consideran que es necesario imaginar un futuro distinto, pero en otras latitudes, sin importar el lugar, pero fuera del país y al precio que sea, en las condiciones que sea, sin pensar en que no son sus tierras, sus tradiciones, familias y costumbres; porque, en resumen, estamos ante un “gobierno de los otros”.
Si ahora, todos los que asumen esa postura —la cual, muchas de las ocasiones solamente son simples declaraciones— voltearan a la historia de las batallas de los pueblos de origen, que permanentemente están desde los tiempos de la colonia; en aquellas luchas por las propias tierras, por la madre naturaleza (la denominada Pachamama inca), por el bien vivir, apreciarían que, en lugar de esas manifestaciones estériles, habría que asumir una posición más participativa y menos indiferente hacia las políticas públicas. Si así fuera, otra cosa sucedería, precisamente, para provocar una democracia más participativa, es decir, un gobierno que no sea un “gobierno de los otros”.