Ha quedado claro que los salarios mínimos que se otorgan son contrarios a la letra y al espíritu de la Constitución. Que han estrechado dramáticamente el mercado interno, incrementado la informalidad laboral en todas sus variantes, sumido en la miseria a millones de familias y multiplicado la migración, que hoy llega a casi 12 millones.
En la coyuntura actual existe un consenso generalizado por parte de todos los sectores productivos, empresariales y fuerzas políticas –aún con aquellas que en su momento estuvieron al frente de las decisiones económicas del país y argüían un impacto inflacionario– para llevar a cabo un debate nacional sobre la necesidad de elevar los salarios como base de una genuina distribución de la riqueza que permita no sólo la expansión de un sólido y competitivo mercado interno, sino primordialmente corregir el estado de pobreza que agobia a la mayoría de los mexicanos.
De modo sorpresivo, todas las voces enfatizan que los “salarios de hambre” que a la fecha padecemos se deben a una política de restricción salarial que ha venido imponiendo el gobierno federal como elemento clave de un modelo económico –hoy en vías de extinción– y que durante tres decenios argumentaron que dicha receta favorecería a equilibrar el índice inflacionario, incrementar la inversión, competitividad y al fortalecimiento y ampliación del mercado externo. Cuestión que no sucedió y que por el contrario generó que el poder adquisitivo de los salarios descendiera a 80% en los últimos cuarenta años. Las agencias internacionales dan cuenta de ello: la CEPAL indica que nuestro país es el único de América Latina donde el salario mínimo es inferior a la línea de la pobreza. Por su parte, la OCDE señala que la mano de obra mexicana es la peor pagada de los 35 países miembros, lo que ha estacando su índice de competitividad como lo evidenció el Foro Económico Mundial y durante negociaciones del USMECA. Por tanto, revertir esta situación no sólo es una urgencia social, sino un imperativo económico.
Para nadie es ajeno que el salario mínimo no es un precio que resulte del mercado laboral; es una decisión política ejecutada por un organismo constitucional dependiente del poder Ejecutivo. Claramente, los salarios mínimos y los llamados topes salariales aplicados a las remuneraciones contractuales son parte de una política deliberada que alguien ha calificado como “la miseria por decreto”. La terca decisión del Banco de México que alega un impacto directamente proporcional en los índices inflacionarios es un mito que ha sido derrotado en las economías más avanzadas e incluso por aquellas de nuestra propia región. Cabría enfatizarles que el propio Banco Mundial ha señalado que los salarios mínimos en países como Argentina, Brasil o Colombia superan de dos a tres veces la línea de bienestar y en ningún caso se ha registrado que ello desemboque en inflaciones, desincentivos a la inversión y desempleo.
Es menester recordar que desde 1988 la Corriente Democrática denunció que la fijación de los salarios mínimos por parte del Ejecutivo representa un atentado contra los trabajadores y sus luchas. Hoy la historia ofrece la razón. Se debiera aprovechar el pico más alto de este debate a fin de crear una posibilidad cierta de incluir temas torales como la creación de un observatorio nacional de los salarios y política laboral, alimentada por los observatorios académicos, no sin antes otorgarle la facultad a la Cámara de Diputados para que fije –con el concurso de sindicatos, patrones y los estudios del Consejo Nacional de Evaluación– una base salarial utilizando como referencia única la Línea de Bienestar la cual incluye la canasta básica alimentaria y no alimentaria. Ello con el fin último de que los salarios mínimos generales cubran el derecho al mínimo vital de las familias.
Tiene el Congreso de la Unión una responsabilidad propia e incanjeable respecto del futuro del país. Aprovecharla cabalmente sería a un tiempo probar su capacidad de decisión autónoma y su carácter de poder constitucional.