“S’ils n’ont pas de pain, qu’ils mangent de la brioche”. “Si no tienen pan, que coman pasteles”. Seguramente, María Antonieta, la antipática esposa de Luis XVI, nunca haya dicho tal barbaridad –probablemente, la haya dicho María Teresa, la no más simpática consorte de Luis XIV– pero sus hambrientos súbditos le adjudicaban el insulto y estaban furiosos. En la Francia turbulenta de mediados del s. XVIII ese polvorín sobre el cual la reina posaba ingenuamente sus muy nobles asentaderas, el hambre detonaría la Revolución: colgados de las verjas de Versalles, los franceses exigían pan; luego, exigirían la cabeza de su exquisita reina. (Y la conseguirían, en su jugo).
En la ciencia política entendemos que la autocracia es la forma de gobierno antagónica a la democracia, aquella en la cual la voluntad de una sola persona es la ley suprema (Kant, Kelsen). La palabrita está compuesta por dos vocablos que la definen claramente: autos, por sí mismo y cratos, poder. La historia está llena de hombres todopoderosos; el primero, a saber, el propio Cratos, la personificación de la fuerza, hermano, por cierto, de Niké y de Bía, quienes personificaban la victoria y la violencia, respectivamente. ¡Bonita familia! En fin...
En Tabasco, escribe Andrés Manuel López Obrador, la naturaleza juega un papel relevante en el ejercicio del poder público; en los políticos tabasqueños, según él, habría una tendencia natural a desenfreno: “En Tabasco todo aflora: los ríos salen de sus cauces, el cielo es proclive a las tempestades, la canícula enciende las pasiones haciendo brotar la ruda franqueza” (El poder en el trópico, 2015). (Todo lo que toca un tabasqueño “se llena de sol”, reforzaría Pellicer).
Viajero en el tiempo atrapado en los 80, Porfirio Muñoz Ledo (Porfirio, a secas; sin el don) ha sido protagonista de la vida política de México durante medio siglo. Ávido lector de Montesquieu, últimamente, el susodicho se ha erigido en defensor de la República alzando la voz contra el autoritarismo que se incuba en Palacio Nacional --“Pour qu’on ne puisse abuser du pouvoir, le pouvoir arrete le pouvoir”, balbucea mientras empina el penúltimo Romanée-Coti. “Santé!”--.
Hybris, desmesura. En la mitología griega, la hybris hace referencia a la osadía de los hombres de transgredir los límites impuestos por los dioses –dentro de sus márgenes se construye la noción de moralidad de los griegos antiguos; se promueven cualidades como la sensatez, la prudencia, la moderación–. La moraleja mitológica parece ser que pisa fuera, ambicionar más de lo que divinamente se nos ha asignado conlleva los peores castigos.
A lo largo de su historia, México ha experimentado grandes transformaciones político-sociales. Oficialmente –oficialmente, porque el que gana la presidencia con ¡30 millones de votos! también se gana el derecho de contar la historia a su modo–, tres: la Independencia, entre 1810 y 1821, la cual puso fin a tres siglos de dominio colonial español; la Reforma, entre 1858 y 1861, de la cual emanaron las Leyes de Reforma; y la Revolución, entre 1910 y ¿1917?, al cabo de la cual se promulgo la Constitución política que nos rige hasta la fecha.
Durante la primera mitad del s. XIX, Europa experimentó fenómenos decepcionantes: España vivió breves periodos liberales y Polonia, una más breve independencia; y en Grecia, halló la muerte Lord Byron, no en combate pero debido a una desgraciada enfermedad.
“Que no haya ilusos para que no haya desilusionados”, decía Manuel Gómez Morín. Las ilusiones, sabemos, son infundadas; no son reales sino producto de la imaginación o del engaño. Visto así, desilusionarse es saludable. En la política, como en la vida, dicen, uno debe aprender a vivir con la decepción… aunque en la política, como en la vida, nunca nos resignamos a ella.
Luis Donaldo Colosio se la fusiló a Francisco I. Madero y este, a Jesús, según Mateo; y Andrés Manuel López Obrador ha querido apropiársela a golpe de repetición. Llevada de boca en boca durante dos milenios, la frase se ha instalado en lo más profundo de nuestro vocabulario: México “tiene hambre y sed de justicia”. (Bienaventurado pueblo mexicano, ¿serás saciado? ¡Ay, Dios mío, tus promesas vacías de campaña, tus dichos de tus blanquísimos dientes pa’fuera! ¡Métete tu arcoíris por donde te quepa!)
Fuenteovejuna, una de las obras favoritas de Lope de Vega, está basada en hechos reales: de acuerdo con la crónica de Sebastián de Covarrubias, una noche de abril de 1476, los vecinos de Fuente Obejuna, Andalucía asesinaron a Hernán Pérez de Guzmán, comendador mayor de Calatrava, a quien acusaban de ‘mil insultos’. Cuando las autoridades se apersonaron en la ciudad para interrogar a los lugareños buscando hallar, entre ellos, a los responsables del magnicidio no pudieron arrancarles más confesión que una lacónica declaración de omertà: “Fuente Obejuna lo hizo”.
–Y tú, Montserrat, ¿qué quieres ser de grande? –preguntó la maestra de preescolar.
Es curioso que los libros introductorios del Judaísmo, del Cristianismo y del Islam comiencen contando el mismo cuento, el de la desobediencia de una mujer. Los judíos la llaman Havva; los cristianos, Eva y los musulmanes, Hawa. Los antiguos sumerios, cuyas tradiciones son la fuente de las tres grandes religiones monoteístas actuales, la llamaban Ninti, que literalmente significa “mujer [proveniente] de la costilla”. Seguro que los Annunaki, las deidades de estos, no previeron que una simple costilla extraída a Adapa mientras dormía una siesta causaría tantos problemas, ¿verdad? (Quizá por eso Simone de Beauvoir prefiera el término “hueso supernumerario” al de “costilla”).
Hace 5 mil años, en la antigua Sumeria, en el valle que se extiende entre el Tigris y el Éufrates, existió una poderosa casta sacerdotal dedicada al estudio de los cielos, los magi. Los magos sumerios fueron los primeros en reconocer figuras en las estrellas, en trazar la órbita de los planetas o en advertir la rareza de los cometas, y también, en suponer que los eventos celestes incidían de algún modo en la vida de los terrícolas. Actualmente, tal concepto se ha banalizado; hoy llamamos mago a cualquiera, sea ilusionista, prestidigitador o alumno de Hogwarts (David Copperfield, ¿qué? ¡Mhony Vidente!).
Al muy popular Napoleón, acaso para hacerlo mártir antes que héroe, el Directorio lo mandó a conquistar Egipto a fin de cortar la comunicación entre Gran Bretaña y la India. Llegando a África, el jovencísimo general se encontró con un ejército titubeante, agotado y sediento, y enfrente, a los mamelucos, los “audaces hijos del desierto” con fama de invencibles, quienes eran comandados por el temible Murad. Consciente del lugar histórico que ocupaba, de que su historia personal y la de Francia se escribirían entre esas dunas, arengó a los suyos: “¡Franceses, desde lo alto de estas pirámides, 5 mil años de historia los observan!” (“No nos avergüencen”, imagino que agregó, en voz baja).
El presidente era un tipo prudente, muy prudente. Cuando, el 19 de septiembre de 1985, un potente terremoto lo rodó escaleras abajo hasta el subsuelo de Los Pinos su prudencia exagerada, el temor “a dar un manotazo en el sentido equivocado”, llevó al Gobierno federal a la petrificación. La inacción del gobierno, la ausencia de las autoridades, tomadas a pie cambiado, ocasionó un vacío de poder que fue llenado por el pueblo solidario. Era este quien organizaba el rescate de los atrapados bajo los escombros y el acopio y distribución de víveres, e incluso la instalación de albergues, la documentación de los cadáveres o el peritaje de los edificios dañados.
Estos años, 2020, 2021 y los que se acumulen, quedarán grabados en nuestra memoria y en la de las futuras generaciones; mi sobrina y sus pequeños amigos que últimamente apenas se reconocen recordarán vívidamente las máscaras, el encierro, el aburrimiento que definen estos tiempos.